A Dolores Nieto Rivero (1944-2018), in memoriam
Tomada de: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014, p. 500 |
Algún día me gustaría ser un buen
historiador. Al menos eso pretendo al ejercer la docencia en posgrado y hacer
investigación desde hace doce años de manera ininterrumpida. Por mi edad
podrían ser más años; pero es que me licencié y doctoré tardíamente pues ya
escribió Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” Eso. Por esas
cosas de la vida. Pero el gusto por la Historia proviene de muchos años antes
de prepararme profesionalmente como historiador.
Yo no sé
si seré un buen o mal historiador. Eso lo deberán decidir quienes asisten a mis
clases o leen mis textos. Pero lo que sí sé es que la Historia me apasiona. Sí,
la Historia con mayúsculas, la misma Clío. No solamente la historia académica
como profesión o disciplina, sino la Historia misma como construcción social, como
memoria colectiva. Una forma de construir la memoria en conjunto que comenzaron
a experimentar en las polis helenas ya desde el siglo V a.C., como nos
recuerdan sabios como Vernant o Châtelet. Construcción de la memoria
inseparable de ese acto de separar el logos
del mythos. Memoria construida
racionalmente, no mera narración de sucesos inconexos o agrupados por una
necesidad tópica; memoria certera enfrentada al rumor. Ese es el primer peldaño,
tan necesario, para que el ser humano pueda alcanzar un poco más de humanidad,
de dignidad. Y esa pasión por la memoria y el conocimiento razonado del pasado
tiene un origen doble: los libros de historia devorados desde la infancia y
tres personas a quienes llevo siempre en la memoria y en el corazón: mi madre,
mi abuelo materno y Dolores Nieto Rivero.
Mencionar
a las dos primeras personas hasta resulta obvio. Son esas más cercanas, el
entorno familiar, las que dejan una huella indeleble en todos sentidos por el
simple hecho de estar, de interactuar cotidianamente, de los afectos
construidos. Mencionar a la tercera persona, a Dolores, es hablar de la
formación escolar. De un círculo social, externo y extraño a la familia, donde
no todas las personas involucradas dejan alguna huella sino solamente aquellas
que llegan a tocar aquella fibra profunda del alma de un adolescente rebelde.
Eso hizo Dolores, tocar fibras profundas. Dolores, a quien todo el mundo llamaba
La Lola en el Instituto Luis Vives.
Mi madre
me arrimó los primeros libros de historia. Cirujano dentista y profesora en la
UNAM por 50 años, siempre ha tenido una gran afición por la lectura. Proveyó la
corta pero importante biblioteca casera con libros de historia –y de otras
muchas cosas, entre novelas y poesía. Pero, sobre todo, aquí son los libros de
historia los que importan. Había curiosidades como varios del cronista y
bibliófilo Luis González Obregón como el México
viejo y anecdótico (creo de Espasa Calpe argentina), una edición vieja de Las calles de México, y otros de Artemio
de Valle Arizpe. Bosquejos históricos
de Vito Alessio Robles tenía un lugar especial en esa biblioteca. “Fue mi
maestro en iniciación universitaria. De matemáticas y de historia”, decía
siempre mi madre. Libros iban y venían. Recuerdo cuando llegó a casa el
conjunto monumental de los cinco tomos de México
a través de los siglos, metidos en una caja de cartón que me tocó desensamblar.
Era una edición facsimilar pues, obviamente, el presupuesto de una madre soltera
no daba para adquirir la edición original, por entonces delirio de
coleccionistas. Con más precisión, se trataba de aquella edición de Editorial
Cumbre de 1971 en la que lo más feo, pero a la vez más atractivo para un niño
de ocho años, eran los facsimilares de las litografías a color y las guardas
llenas de rúbricas de los personajes históricos. Recuerdo que era un placer
andar con alguno de los voluminosos tomos por toda la casa, meterlo hasta en la
cocina y hojearlo mientras me encargaban el cuidado de la leche para que no se
desparramara al hervir por toda la estufa. Con toda la razón, y después de
contar esto en la comida después de defender la tesis doctoral, Andrés Lira,
uno de mis sinodales, le dijo a mi madre que ella había sido mi primera “asistente
de investigación”.
Mi
abuelo materno era ingeniero electricista. Un ser menudo –calzaba del 2 ½ –,
pero con una fuerza de voluntad inquebrantable y un carácter de esos que
llamamos fuerte, por no decir de la chingada. Chiquito pero picoso. Su espíritu
discutidor se prendía con la más mínima provocación. Venía a comer todos los
miércoles a casa y la sobremesa era una verdadera lección de historia aderezada,
como debe ser, de política. Mucha. Difícilmente puedo yo sostener sus ideas –hacía
una abierta apología del gobierno de Díaz para magnificar la historia de
corrupción continua de los gobiernos posrevolucionarios–, pero su método de
razonamiento siempre apelaba a la historia, a la memoria colectiva, a una
contra-historia en discusión constante con la “historia oficial” y de bronce. Además,
como perseguía la buena pluma le gustaba rellenar cuadernos con sus argumentos. Uno
de esos cuadernos estaba destinado a contar la historia de su padre, el
ingeniero Roberto Gayol Soto. Aún lo tengo. Es un Scribe de forma italiana de
hojas rayadas con la mayoría en blanco. Nunca lo terminó pues le ganaba la
indignación apenas se ponía a escribir algo. Le indignaba que no le hubieran
hecho caso a los estudios de suelo y hundimiento que sobre la ciudad de México hizo
el ingeniero; que no le hubieran hecho caso con la nomenclatura de las calles.
Repetía las palabras de su padre: “Flaco
favor le hacen a la historia poniéndole nombres de politicastros a las calles.”
Y continuamente me mostraba apuntes escritos con su bella letra en tinta azul
turquesa de su pluma fuente. “Tú tienes que aprender a escribir bien y contar
todo esto”, me decía. Le indignaba la errata del Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México,
donde le enjaretan a su padre la autoría de un panfleto felicista que fue publicado
en Nueva York en 1918 a favor de Blanquet, perpetrado en realidad por el secretario
de éste, Roberto Gayón. Desgraciada casi homofonía, peligroso casi homónimo del
ingeniero. Y luego me contaba anécdotas del primo de su padre, José Lorenzo
Cossío Soto quien, además de abogado, había sido historiador, muy afamado en
las sociedades y academias de geografía, derecho e historia. Por supuesto, el
día que le dije que quería estudiar historia, así a secas, casi le da el patatús.
–¿Y de qué vas a vivir? Está bien que quieras
escribir historia, pero tienes que escoger una profesión que te permita luego
dedicarte a este pasatiempo–, me decía a pesar de que yo le recordaba que ya
era una carrera universitaria, profesional.
Sí.
Podría haber sido ingeniero, médico, abogado, sobre todo. Quizá músico. Pero
para cuando estaba por terminar la preparatoria mi pasión, la más intensa, era
Clío. Y no podía ser de otra manera, pues quien terminó de inculcarme el amor
por la Historia fue Dolores Nieto, mi maestra en la secundaria y en la
preparatoria. No había ningún historiador profesional en la familia, aunque debo
reconocer que sí había una clara conciencia de su importancia: sin historia no
somos nada como seres humanos y nos volvemos proclives a perder la escasa dignidad
que nos queda. Pero, en casa, la historia se concebía como una actividad
subalterna al desempeño de algún otro oficio y como un arma argumentativa para
la política. Una visión muy decimonónica o muy de principios del siglo XX de la
historia pragmática, la del abogado o médico que utiliza en la plaza pública la
escritura de la historia y la memoria como espada política. Por ejemplo, decía
mi abuelo tratando de convencerme de no estudiar historia como profesión, que
don Lorenzo, el primo historiador de mi bisabuelo, había sido primero y ante
todo abogado. Y si bien había ocupado el primer sillón de la Academia de
Historia después de Francisco Sosa, eso no importaba porque era una cuestión
aleatoria. Pero yo insistía. Llevo su sangre, sus genes, y soy igual o más
testarudo que él. Así que entré a la licenciatura en historia nada más terminar
la preparatoria, con la su completa desaprobación.
En una de
las primeras sesiones de primer semestre nos preguntaron sobre las razones de nuestro
interés por la historia. Muchos de mis nuevos condiscípulos se echaron unos
rollos mareadores híper revolucionarios (eran los primeros años de la década de
los ochenta y todavía campeaba el marxismo de manual en las prepas y las
universidades). Así, alguno dijo que había entrado a estudiar historia para colaborar
con la lucha de clases (sic), otros más que para escribir la historia de los sin
historia. Y así. Cuando llegó mi turno, y harto de la retahíla de discursos
pseudo althusserianos que estaba escuchando, solamente dije que me había
enamorado de Clío en las clases de la Lola. Y de ella. Era cierto. Ese amor
intelectual que le profesa el discípulo a la maestra y que conforma el motor de
su búsqueda existencial.
¿Cómo
no hacerlo? Los cursos de Dolores Nieto Rivero eran espectaculares, y cada
clase y lecturas se enfocaban no a memorizar datos y fechas. Aunque la tan
temida pregunta que todos los alumnos querían esquivar a cada inicio de clase
pareciese apuntar para allá: “Álvarez, ¡la clase!; Taibo: ¡la clase!” Pero no.
Ella apuntaba a hacer una revisión metódica de los acontecimientos, de los
procesos, base ineludible para poder alcanzar una comprensión de lo humano
mediante el razonamiento en perspectiva histórica. Un ejercicio que te
preparaba para poder repasar los tramos de la historia de atrás para adelante y
de adelante para atrás, lo cual es algo muy necesario en la formación que
deberíamos compartir todos los ciudadanos para evitar el peso de desmemoria de los
gobernantes. Tener noción plena de los acontecimientos, las épocas, los tiempos;
aprender las características culturales y sociales fundamentales de los
periodos. Y, a partir de ahí, solo a partir de ahí, comprender el pasado y el
presente. Interpretar. Sacar conclusiones para poder mirar hacia el futuro. Eso
eran las clases de Dolores: instrumentos para cimentar la construcción de la
memoria. Pero, además, rigurosas. Había que estudiar sobre los textos y sobre
los propios apuntes y, para ello, había que tomar buenos apuntes. Y es que la
reconstrucción de la memoria no puede hacerse sin disciplina, sin método. No sé
qué tanto quienes fueron mis entonces condiscípulos sean ahora conscientes del
privilegio que tuvimos al tenerla como maestra.
Hoy
recuerdo sus clases con añoranza. Dolores no solamente es una persona muy
elegante cuya sola presencia impone respeto y admiración. También su trato es fino,
educado, culto. Te imponía, amablemente, no cometer dislates a la hora de
hablar o de escribir. Pero, ¡cuidado si te pillaba en una falta grave! Podía
llegar a leer tu examen en voz alta frente al resto del grupo. Pero con
respeto, sin sorna, enseñándonos a aguantar la crítica, fundamento para el
debate.
Dolores modulaba
su voz perfectamente. Llenaba tus oídos con cada una de sus ideas, pensadas,
justas, adecuadas. Escucharla era como ir con ella de la mano a cada peldaño y
a cada recoveco del pasado. Eran excelentes sus descripciones de los elementos
arquitectónicos de Mesoamérica en el curso de Historia de México
correspondiente al tercer año de secundaria. En ocasiones, teníamos el
privilegio de seguir estas descripciones acompañadas de una serie de
diapositivas tomadas por ella en sus diversos viajes por México. La narración y
relación eran insuperables. Ese primer acercamiento a los restos del mundo
prehispánico lo atesoré de manera especial. Muchas veces, al salir de las
clases e irme a casa con la cabeza llena de sus palabras e imágenes, llegaba directamente
a consultar los libros y revistas de arqueología de la pequeña biblioteca
casera para ir comparando los apuntes tomados. Aún más, no sé si al final de
ese curso, o en medio de él, en unas vacaciones mi madre me llevó a recorrer
las zonas arqueológicas mayas. Harto de escuchar a un guía en Palenque hablar
del “típico techo maya de arco típicamente maya”, empecé a corregirle echando memoria
todo lo dicho en el curso de Dolores sobre Palenque y, al rato, el escuincle de
catorce años tenía detrás a un nutrido grupo de turistas que habían abandonado
al guía.
Despedida de la generación 1982, Sexto de Bachillerato, Instituto Luis Vives. A la derecha, detrás de doña Ángela Campos de Botella, Dolores Nieto Rivero. Cortesía de Gabriela Hernández. |
El
curso de primero de prepa, dedicado a la Historia Universal Contemporánea, se
centraba fundamentalmente en la revolución francesa y la construcción de los
estados nación europeos. Coyuntura fundacional de la modernidad, o de la conteporaneidad –como supe después que
escribía la propia Dolores–, la revolución francesa tomaba cuerpo frente a
nosotros en sus clases en toda su complejidad, yendo de lo general a lo particular
y de lo particular a lo general. Luis XVI, su política externa y la crisis;
Necker, los Estados Generales, la ampliación del tercer estado y el juramento
del juego de pelota. La dimisión del ministro y toma de La Bastilla. No era
solamente un recuento de datos, sino que Dolores los engarzaba con análisis, que
eran necesariamente breves para poder entrar en nuestras mentes adolescentes,
pero no por ello carecían de complejidad. Nos enseñaba a pensar. Y había
también pasión, pero sin llegar a la exaltación. Una pasión que se proyectaba a
la hora de concatenar los acontecimientos trascendentales: la Constitución y la
traslación de la soberanía, la caída de Luis XVI, el ascenso y caída de Napoleón.
Muchos años después, leyendo en la universidad historiografía sobre el periodo
(desde Soboul y Lefebvre hasta Vovelle o Hunt), supe para mis adentros que
comprendía más fácilmente los análisis especializados gracias a las clases de
Dolores.
El
curso de segundo de prepa era muy duro. Un apretado resumen del periodo
colonial concentrado en las reformas borbónicas, para luego dar paso al proceso
del México independiente hasta la época posrevolucionaria. Creo que el programa
oficial implicaba llegar hasta algo más allá del cardenismo, pero lo más nutrido
del curso se detenía antes del Maximato. Incluso, creo recordar, que se hizo un
alto en la época constitucionalista y brincamos casi directamente a Cárdenas y
el exilio español, pero a manera de post data. Esto era maravilloso porque el
complejo siglo XIX se abría en toda su contradicción a quien siguiera con
atención las clases. Había que estudiar mucho, y creo que lo que mejor aprendí fue
a no quedar satisfecho con la cronología oficial sobre nuestra historia construida
por el liberalismo triunfante.
Mi
último año en la prepa fue un tanto deprimente. Yo ya había, gracias a Dolores,
decidido estudiar historia. Ya me había comenzado a pelear con mi abuelo.
Incluso, empecé a ir como oyente a clases de historia en la UNAM y en la ENAH.
Por desgracia, yo era el único estudiante que quería ingresar al área IV, de
humanidades, en ese pequeño colegio de exiliados españoles cuya matrícula iba a
la baja por entonces. Soñaba llevar las materias de
Historia de la Cultura y de Historia del Arte, que daba Dolores para dicha
área. Incluso, unos meses antes de terminar el segundo grado de preparatoria,
me hice de los dos tomos de Ralph Turner, Las
grandes culturas de la humanidad, como para ir calentando motores. Consultaba
las hermosas enciclopedias de historia del arte y los catálogos de museos que
mi madre había ido acumulando. Sin embargo, tuve que optar, de manera
obligatoria, por el área III. Así que solamente cursé la materia de Historia
de las Culturas. Me quedé con las ganas de ese curso de Historia del Arte a cuyos asistentes todos envidiábamos, pues
Dolores lo impartía fuera del aula, generalmente en las escalinatas del colegio si
hacía buen tiempo. Gesto muy atractivo. Ni modo, no se me hizo. No obstante, la
visión integral de la historia en el curso de Historia de la Cultura fue
estupenda, aunque mi ánimo en ese año estuvo por los suelos y creo no haber
sacado buenas notas en historia, como en ningún otros de los cursos.
La
vida me llevó por derroteros extraños. No bien terminando el segundo semestre
de la licenciatura en historia, tuve que abandonar los estudios. Me costó algo
más de una década retornar, pero entonces me aferré al proyecto de terminar la licenciatura e ingresar inmediatamente a un posgrado. A todo lo largo del
proceso, la memoria de las clases de Dolores estuvo presente. He escrito dos
tesis, muchos trabajos de fin de cursos, algunos cuantos artículos y reseñas
que se han publicado, partes de libros y libros. En la mayoría de todos estos
ejercicios siempre está presente Dolores porque, cuando escribo, mi memoria
hace un bucle y me regresa a ese momento en el que Dolores preguntaba la clase.
Dicho de otra manera, ¿sé bien de lo que estoy hablando/escribiendo? Porque,
ante todo, el rigor y la disciplina están estrechamente relacionados con la
ética. Al escribir historia no es posible hacer concesiones y dejar cosas
importantes a la imaginación –la “loca de la casa”, como le decía Luis González.
La pregunta continua es si estás seguro de lo que estás diciendo, si lo sabes y
si lo puedes verificar documentalmente o en estudios de otros colegas. Y,
cuando irremediablemente tienes que hacer conjeturas y echar mano de la
imaginación, porque los datos no alcanzan, porque hay un hiato en la serie
documental o porque tu personaje desapareció de escena de repente, solo la
buena comprensión del resto de lo que sí tienes documentado te permitirá poner
un límite al ejercicio y no cometer dislates. Esa es la ética del historiador.
Y eso es algo que comienza a aprenderse cuando uno es joven, cuando cuentas con
insuperables maestros como Dolores. Y Dolores Nieto para mí ha sido un ejemplo
a seguir, un ejemplo a alcanzar.
Muchos
años después, mientras estaba escribiendo el proyecto para
solicitar mi ingreso al doctorado en El Colegio de Michoacán, me impuse la
tarea de consultar tesis de la UNAM, del COLMEX y otros centros universitarios,
que trataran el siglo XVIII y cuestiones de gobierno e instituciones en la
Nueva España. Mi tesis de licenciatura me había dejado muchas preguntas acerca
de la cultura política, el gobierno y la administración de justicia durante el reformismo
borbónico y cómo se había proyectado hacia el arranque de la vida nacional a lo
largo de la primera mitad del XIX. Me interesaron mucho entonces los virreyes y
sus gestiones, la formación de los abogados y los presbíteros, la discusión
historiográfica sobre el absolutismo borbónico, sus reformas, sus alcances y
sus límites. Reconsiderar la periodización y poner atención en el énfasis que
ya se estaba haciendo –sobre todo en la historiografía no mexicana sobre el
tema– en el largo arco de 1750-1850. Y di con un par de tesis sobre Miguel José
de Azanza, y estoy seguro que en el rostro se me dibujó una sonrisa frente a
las fichas catalográficas. Pedí las tesis y las revisé. Una de ellas, en su
prólogo, dice:
En ocasiones, como afirmé anteriormente, este acercamiento histórico así como los estudios sobre el tema del despotismo ilustrado, podrían considerarse anacrónicos y manidos, ya que el gobierno del déspota ilustrado y sus políticas, en la actualidad, se han sometido a juicios valorativos y morales condenando la época y sus métodos sin entender los factores ni aclarar aquellos procesos que resultan oscuros y que subyacen como raíces de la pasada administración borbónica, con sus aciertos y errores, y que permanecieron por décadas en la vida política del México independiente.
En efecto,
la cita proviene de Dolores Nieto Rivero, “Miguel José de Azanza. Un
acercamiento a la administración pública novohispana (entre el despotismo
ilustrado y el afrancesamiento, 1750-1820), tesis de maestría, División de
Estudios de Posgrado, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, s/f, pp. 6-7
La
clara y evidente empatía con estas palabras no puede entenderse precisamente
sin la siembra de la semilla sobre la correcta comprensión de para qué sirve la
historia. Distinguir la perorata demagógica que emite juicios de valor sobre el
pasado y separarla de lo que significa un largo trabajo disciplinado de
documentación y una metódica comprensión de los largos procesos históricos,
solo es posible cuando te han inculcado el sentido social e intelectual que
tiene el conocimiento y la práctica historiográfica desde la juventud. Para mí,
esa fue la principal enseñanza de Dolores Nieto Rivero.
Breve semblanza
Dolores Nieto Rivero nació en
Celanova (Orense, Galicia) en 1944 y falleció en la Ciudad de México el 16 de
abril de 2018. Cuando nació, su padre estaba preso al igual que muchos republicanos
al final de la guerra civil española. Sin embargo, pudo escapar a México con su esposa, la madre de
Dolores. La niña se quedó con los abuelos hasta 1950 cuando pudieron enviarla a
México para reunirse con ellos. Entró a estudiar a un pequeño colegio de
refugiados que había en el barrio donde vivían, Santa María la Ribera, y en
1952 ingresó a segundo de primaria en el Instituto Luis Vives. Ahí terminó el
bachillerato y entró a estudiar la Licenciatura de Historia en la UNAM.[1]
Siendo
alumna del Vives, era ya tan buena en historia universal que la profesora
Josefina Oliva (La Oliva), quien daba
clase de Geografía e Historia Universal, le pidió que se encargase de dar la
clase alguna vez por si ella tenía problemas para asistir por la enfermedad de su marido.
La otra profesora de historia, Ana Martínez Iborra –a quien los canijos
muchachos le decían La Vaca, pues su
marido fue Antonio Deltoro Fabuel–, quien se daba las Historias de México, se
la encontró tiempo despues cuando Dolores estaba cursando el segundo año de la
carrera. Por razones de viaje, Martínez Iborra le pidió que se hiciera cargo de
sus clases en el Vives. Así, desde 1963 Dolores comenzó su larga carrera como
profesora de bachillerato en el Instituto. De 1983 a 1984 fue la
Directora General del ILV. También desplegó su labor docente en la Escuela
Moderna Americana.
Su
compromiso por la docencia la llevó a escribir un libro de texto, Historia Universal Contemporánea: de la
consolidación del capitalismo y la democracia, publicado por editorial
Patria y que llegó a agotar las cuatro primeras ediciones. La quinta edición aún se puede conseguir.
[1]: Julia Tuñón, Educación y exilio español en México. El
Instituto Luis Vives, 1939-2010, INAH, 2014.