miércoles, 13 de julio de 2011

Identidades y representaciones en las independencias

Marta Terán y Víctor Gayol (eds.), La Corona rota. Identidades y representaciones en las Independencias Iberoamericanas, Castelló de la Plana, Universitat Jaume I, 2012, 357 p.


Acabo de recibir la noticia de que mi querida colega Frédérique Langue publicó en Nuevo Mundo / Mundos Nuevos la reseña que escribió sobre un libro que edité con mi querida colega Marta Terán. Se trata de La Corona rota. Identidades y representaciones en las Independencias Iberoamericanas, publicado en Castelló de la Plana por la Universitat Jaume I a finales del año pasado, gracias al tesón de Manuel Chust. El libro forma parte de una trilogía que recoge las ponencias del V Congreso Internacional Los procesos de independencia en la América Española, llevado a cabo en noviembre de 2008 en el puerto de Veracruz.

Aquí, reproduzco la reseña de Langue, que puede ser consulta directamente en el sitio de Nuevos Mundos.


Fruto de una selección de ponencias presentadas en varios encuentros que versaron sobre los procesos de independencia en América española, este libro colectivo se diferencia de entrada de la aproximación cronológica que en sobradas oportunidades orienta y justifica en el orden conmemorativo la organización de este tipo de reuniones. Otra característica notable es el hecho de que rompe con el relato simple, por más  pormenorizado que sea, de los hechos y de las gestas nacionales. Temas no tan trillados son efecto las representaciones colectivas, el concepto de nación contrapuesto al de patria, la noción de revolución misma — de que hay que señalar que no siempre fue obra del estrato social plebeyo pese al imprescindible rescate historiográfico que del pueblo “revolucionario” se hizo en otras publicaciones recientes para determinadas áreas de América. Otro tanto puede decirse de la construcción de las memorias a que los procesos independentistas dieron origen y legitimidad política en el tiempo largo. Muchos de los estudios reunidos en esta entrega buscan en efecto cuestionar los vínculos políticos que a duras penas perduraron con la Monarquía hispánica a consecuencia del vacío político del año 1808, a la par que subrayan las posturas muy diversas que asomaron en esa oportunidad en América española, desde las reivindicaciones autonomistas hasta las opciones verdaderamente independentistas, ambas fundadas en concepciones opuestas de la política. Asimismo hacen hincapié en formas de sociabilidades alternas que se evidenciaron en los años 1808-1812, en los proyectos identitarios, mayormente republicanos, que se vinieron forjando en torno al concepto de ciudadanía y a la incorporación de los grupos sociales litigantes. Pese a la ausencia de ciertas regiones, el estudio de las expresiones culturales propias de las nuevas identidades y del manejo de símbolos por el poder político, así como la contraposición de los discursos y prácticas, constituyen temas clave que se abordan tanto en una perspectiva diacrónica como con una orientación propiamente temática.

Las relaciones de la Corona con los territorios de Ultramar, las tempranas rupturas o la permanencia de los lazos institucionales se evidencian por medio de sus expresiones discursivas y con motivo de los primeros ensayos republicanos independientes en los años 1810-1812 (caso de Maracaibo estudiado por L. Berbesí). También se contemplan la cuestión de la representación política en una sociedad caracterizada todavía por una fuerte división estamental — escasamente obviada en actos y símbolos —, el uso de los espacios públicos y hasta la “iconografía del poder” en un contexto de crisis y de cierta forma de descolonización, particularmente explícita en el caso mexicano y desde la perspectiva de las revoluciones atlánticas (I. Rodríguez Moya, S. Hensel). Consta que la creación de identidades sociales alternas en el tránsito de la Monarquía a la República, los ritos y ceremonias, las instituciones y los nuevos actores — ya no los funcionarios del Rey, aunque éstos llegaron a actuar como mediadores de poder en determinadas regiones — que acompañan la formación de la nación mexicana no pueden desligarse, en primer término, de los cambios constitucionales que propiciaron el paso hacia una nueva soberanía nacional y una autoridad política distinta. Tampoco se puede hacer caso omiso de la duradera influencia de la Constitución de Cádiz en las prácticas constitucionales americanas. Entre los actores políticos de este proceso hay que mencionar en efecto las ciudades. Varios ensayos analizas esas identidades colectivas reacias a los cambios jurisdiccionales y jerárquicos del momento y más aún a la definición de la ciudadanía ideada como modelo de civilidad y de lealtad (véase el caso yucateco analizado por U. Bock, o el itinerario muy distinto y no siempre conocido de Puebla, entre 1808 y 1821, estudiado por A. Tecuanhuey a través de sus juras de reconocimiento de la Suprema Junta Central en 1809 y luego del Supremo Consejo de Regencia en 1810, hasta la adhesión al plan de Iguala y la declaración de Independencia in situ en 1821). En este sentido, el estudio de la prensa insurgente y de los conceptos de patria, libertad y nación que en ella se debaten, y hasta de la “noción de revolución”, de sus mitos y metáforas (caso rioplatense de la Revolución de mayo estudiado por F. Wasserman), permite evidenciar y también relativizar la participación de los distintos sectores sociales, mujeres (C. del Palacio, R. M. Spinoso) y ejércitos libertadores incluidos, por fomentar éstos cierta forma de “nacionalismos sin nación” (B. Bragoni, J. Peire).

Con la memoria de la insurgencia, pasada por alto en la mayoría de las celebraciones historiadoras y de que hay que esperar que en adelante sea objeto tanto de estudios comparados como de síntesis de larga duración, esta recopilación abre una imprescindible reflexión acerca de la independencia mexicana, especialmente después de 1821 (M. Guzmán, G. Rozat) y de la utilización (¿instrumentalización?) del pasado por los gobiernos de turno, como aparece a todas luces en las fiestas del primer centenario en 1910. Las celebraciones mexicanas se apoyan en efecto en la definición de un escenario diplomático junto a la configuración de un selecto panteón nacional que sorprendentemente, incluye a “héroes” y hasta a caudillos ajenos a la Revolución conmemorada, tales como Benito Juárez o Porfirio Díaz, en prejuicio de personajes como Hidalgo, algo descartado en esaconfusión que se da entre la celebración de un pasado lejano y la forja conmemorativa de la nación (M. Bertrand). Otro tanto puede decirse de las conmemoraciones peruanas y de sus centenarios, celebraciones esta vez más guerreras y encaminadas a precisar y pensar verdaderamente fronteras locales más que relaciones diplomáticas de nuevo cuño, celebraciones marcadas sin embargo por la tradición barroca de la fiesta como “práctica de poder” en el contexto autoritario y hasta personalista de la “Patria nueva” de Leguía si consideramos el caso de la batalla de Ayacucho debidamente recordada en 1921, y luego, de la Independencia misma, en 1924 (J. L. Orrego Penagos).
 Frédérique Langue.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Dorrego: el fusilado incómodo.

Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! o cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008, 224 p. (Nudos de la historia argentina). ISBN 9789500729468 

Normalmente, los historiadores que nos ocupamos de los siglos XVIII y XIX de la América Septentrional solemos desconocer el complejo y particular proceso de la independencia rioplatense. Es, de entrada, extraña para nosotros (los mexicanos): no bien el reloj marcó el 25 de mayo de 1810 (meses antes de la insurrección de Hidalgo, el 16 septiembre del mismo año), los porteños bonairenses se fueron a una revolución tras un cabildo abierto y constituyeron una junta de gobierno, con lo que se inició un largo proceso independentista que tuvo su término aparente en el Congreso tucumano de 1816, cuando proclamarían su independencia. Sin embargo, las luchas internas por la definición del gobierno (al igual que en México) fue más allá de esos términos cronológicos.

El fusilamiento de Manuel Dorrego, viejo insurgente y gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1828, es el parteaguas de la historia de los enfrentamientos entre unitarios (centralistas) y federalistas en aquellas regiones del Río de la Plata. Tan importante para entender el devenir de esa historia que el propio Domingo F. Sarmiento escribiría en su Facundo (Civilización y barbarie) de 1845:
la muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo.
Sarmiento intentó en su Facundo explicar y ponderar las diferencias entre federales y unitarios tratando de dejar en claro, desde la perspectiva de la política rioplatense de su época, las intensas diferencias políticas a escasos diecisiete años de los acontecimientos. Y después de ello, la literatura política y la historiografía se han volcado sobre la figura de Dorrego, ahora denostándolo, ahora haciendo casi de su historia una hagiografía. Dorrego, sin duda (como Vicente Guerrero para los mexicanos) es un fusilado incómodo.

 Raúl Osvaldo Fradkin, investigador argentino y docente de la Universidad Nacional de Luján y de la Universidad de Buenos Aires, tomó el toro por los cuernos y se dedicó, en un breve pero sustancioso libro, a despejar varias incógnitas. Por un lado, dilucidar el porqué del fusilamiento de Dorrego en el contexto de un ambiente político de por sí enrarecido en el que los mismos compadres de Dorrego (Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas, políticos y militares) le dieron la espalda. Por otro lado, las consecuencias del fusilamiento. Pero lo que es aún más interesante, Fradkin nos lleva al análisis del contexto de una rebelión rural que acompañó a todos estos acontecimientos y que le dio, al victorioso Juan Lavalle, un revés militar. La lucha política "pura" [dura] (entre unitarios y federales) se ve redimensionada por la actuación del pueblo llano, no solamente el citadino (el que enfrentó las invasiones inglesas veintitantos años antes) sino aquel que componía las pedanías de la provincia bonaerense. Fradkin rompe entonces con la clásica visión de la historia política del enfrentamiento entre bandos para abismarnos en la reflexión de la importancia de las bases sociales y sus necesidades y demandas no tan bien cotejadas por la historiografía tradicional.

Es por ello que, sin lugar a dudas, Fradkin tiene razón al decir que el alzamiento rural asociado al fusilamiento del incómodo de Dorrego cambió la historia. Claro, una historia que hubiese tenido que ser muy otra, desde la perspectiva de los caudillos y los proyectos políticos. Una propuesta historiográfica que nos invita a repensar la historia política al calor de la historia social.

Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! o cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008, 224 p. (Nudos de la historia argentina). ISBN 9789500729468

jueves, 10 de febrero de 2011

Constituciones: historiografía, celebraciones, debates y anacronismos.


Retomando -nuevamente- el espíritu de las dos entradas anteriores, pero también, de los comentarios que leopoldolova hizo aquí, pero sobre todo aquí,quisiera precisar algunas cuestiones y, a la vez, lanzar la botella al mar con la esperanza de proseguir con algo que puede ser realmente un debate de este (y el otro) lado del Atlántico (cual mi estimadísimo Pipo ha sugerido que podría estar abierto en esta bitácora).

Vamos por partes. La primera es la que me parece más sugerente respecto a las demás, y que podría resumirse como "historiografía, debate y anacronismo" (por darle un título a bote pronto).  El segundo comentario de leo me parece totalmente adecuado y comprensible dado que él y yo hemos conversado de viva voz sobre este punto en varias ocasiones, y entiendo (porque yo machaco mucho al respecto) el problema del anacronismo. Es cierto: parece brutal decir que la Constitución de Cádiz es racista y sexista, y demás epítetos. Pero yo suscribo amplia, total y profundamente los términos de Clavero tomando en cuenta el contexto político del debate historiográfico (porque todo debate historiográfico es, a fin de cuentas, político). Y hay dos razones de peso para que yo tome esa postura, sin ánimos de invalidar (no quiero ni por asomo hacerlo) el comentario de leo.

La primera consiste en el ejercicio historiográfico crítico que nos obligamos a hacer cuando un discurso, o una serie de discursos, resultan de por sí anacrónicos. Y este es el caso de los discursos historiográficos tradicionalistas y liberales decimonónicos sobre la constitución de Cádiz así como de los discursos celebratorios de su bicentenario (y léase independencia o léase centenario de la revolución mexicana, si se quiere). Si nos proponemos desmontar (por así decirlo) la estructura del discurso de quienes han visto en la constitución gaditana el origen del Estado Moderno Español y el origen de los Estados Modernos de la antigua América Española, debemos entrar justamente a ese ejercicio hermenéutico que nos permita comprender (más que explicar) el contexto cultural de sentido que subyace a las palabras y actos de los diputados reunidos en Cádiz. Como bien dice leo, la tradición (constitucional, en este caso) sostenía justamente ideas patriarcales y otras muchas incompatibles con nuestra actual percepción de la igualdad social, política, económica y de género (ideas, solamente ideas) o de una idea de democracia de la cual, simple y sencillamente, los parlamentarios reunidos en Cádiz no tenían capacidad de comprensión. Y esto simple y sencillamente porque el "espacio de experiencia" y el "horizonte de expectativas" (para utilizar los términos de Koselleck) de los parlamentarios gaditanos era otro muy distinto al que se construyó entre finales del siglo XIX y nuestros tiempos. En ese sentido, es imprescindible el ejercicio de comprender la cultura subyacente a las palabras y los actos.

De la misma forma, por ende, debemos leer los discursos celebratorios que se empecinan en identificar dos realidades que no tienen nada que ver en común. El problema de la igualdad jurídica, política, social, económica y de género que discutimos el día de hoy en nuestros mundos occidentales y periféricos, con sus matices particulares en cada caso, nos hace dudar que la Constitución de Cádiz haya sido un único origen y herencia inmanente. Nada más falso. La esencia "innovadora" de La Pepa no se encuentra en la Constitución de Apatzingán (su idea de nación es completamente opuesta, así como la de soberanía), y si algunos rastros quedaron, no fueron escenciales ni en la de 1824, menos en la de 1857 o 1917 (para hablar de México), o la de 1978 de la España post-franquista.

Pero si nos quedamos solamente en estas indagaciones (hacer la hermenéutica de un texto en su contexto de sentido cultural), quedamos como predicando en el desierto y para unos cuantos "amigos" que toleran nuestras "pesquisas" y aneras raras de expresarnos como si estuviéramos en el pasado. Enfrente queda el debate. Y es ahí donde viene la segunda consideración.

Sí: resulta una barabaridad... pero para poder entrar al debate hay que utilizar las mismas estrategias discursivas de quienes pretendemos debatir. Así -y resulta una aseveración de Pero Grullo-, tenemos que enfatizar la crítica en los términos propios del mismo registro y entramado conceptual que utilizan aquellos con quienes estamos debatiendo. Resulta, pues, imposible no recurrir a los anacronismos. Pero en este punto ya se trata de un debate político frente a un supuesto discurso historiográfico legitimador del estatalismo. Sin embargo, nuestra postura en ese debate (aunque dada en términos "anacrónicos") está sustentada por ese ejercicio previo (y sí historiográfico) de reconstruir la contextura del discurso político, jurídico y cultural de realidades que son muy distintas a las que vivimos (o pretendemos vivir).

Otra parte interesante, pero en la que no voy a bordar mucho, es el punto de la idea de democracia, no se diga ya en 1808-1812 sino en principios del siglo XX, y que leo ejemplifica claramente con el caso de Emilio Rabasa y su idea de una democracia sin indios. Justamente, y desde los tiempos de la Nueva España, los pueblos de indios tenían por lo general una vida política muy intensa con experiencias electorales anuales (que no precisamente quiere decir "democráticas"). Ojalá se publique pronto un libro coordinado por Rafael Diego-Fernández y quien esto escribe sobre el gobierno provincial en la Nueva España, donde hay un textito mío sobre la política local de una comunidad tlaxcalteca en el cual se intenta dar cuenta de cómo se articulaba esta política local de las comunidades con el resto del entramado jurídico y político de las autoridades, ahora virreinales, ahora nacionales.

Pero la parte que me parece más interesante destacar, es volver a poner énfasis en lo escrito por Clavero en la reciente entrada de su bitácora: Bicentenarios: fracaso del constitucionalismo común a América y Europa, que es su conferencia de clausura en un reciente (y me imagino candente cierre de) congreso que se llevó a cabo hace unos días en la Universidad de Cádiz... claro, al respecto de la famosa Pepa.

viernes, 28 de enero de 2011

Cádiz, Bicentenarios, y la crítica de Pipo Clavero.

Siguiendo un poco el tono del breve comentario al libro de Carlos Garriga en la nota anterior, quisiera invitar a la lectura de una nota aparecida en la bitácora de Bartolomé Pipo Clavero. La herencia y los alcances de la Constitución de Cádiz (1812) en las experiencias hispano americanas es un punto de discusión en el que, todavía a veces, se traban ciertos conceptos y percepciones. ¿Fue modernizadora la Constitución de Cádiz; fueron modernizadoras las políticas decimonónicas latinoamericanas? ¿Nos sirve de algo el término modernización para discutir sobre todo ello?

Dejando por sentado que la breve nota de Clavero tiene de suyo propio pertinencia, me pareció más pertinente su lectura a la vista de varias obras que han llegado recientemente a mis manos y a las que quisiera ofrecer al menos breves notas en el futuro cercano. Por una parte, el libro de Sergio Aguayo (2010), La transición en México, publicado por el Fondo de Cultura Económica en coedición con El Colegio de México; por la otra parte, varios de los libros que componen la colección Historia Crítica de las Modernizaciones en México, editados también por el Fondo de Cultura Económica y otras instituciones. Particularmente de esta colección me referiré más adelante a los textos coordinados por Clara García Ayluardo, Las reformas borbónicas, 1750-1808; Antonio Annino, La revolución novohispana, 1808-1821; y Erika Pani, Nación, Constitución y Reforma, 1821-1908.

La breve nota de Clavero es una acerba crítica a los Bicentenarios de los países latinoamericanos en el sentido de que la conmemoriación ha servido (con la simpatía de España), a maquillar una Constitución racista, sexista, de ciudadanías excluyentes, como moderna y capaz de ser el origen de las Naciones Constitucionales y de los Estados Modernos Americanos y Español. Hay, entonces y en varios ámbitos, diálogo directo entre los libros de García Ayluardo, Annino y Pani, por no decir el de Aguayo, con las ideas de Clavero.

Pero no adelantemos vísperas. Aquí, la nota de Pipo sobre Cádiz.

domingo, 16 de enero de 2011

De historias constitucionales y nuevas perspectivas.

La verdad, el tiempo, la historia
Francisco de Goya y Lucientes
Museo Nacional de Estocolmo

En el libro que mencionaré más adelante en esta nota, Carlos Garriga (coordinador y presentador de la publicación) escribió una interesante reflexión en la que tomó como ejemplo de la misma el cuadro de Goya que vemos arriba. Garriga nos recuerda que el cuadro fue visto durante muchos años como la alegoría de España escribiendo su historia, hasta que una "audaz, erudita y muy literaria (o poco histórica)" interpretación de Eleanor Sayre de 1979 (al año siguiente de la promulgación de la Constitución española), convirtió este cuadro en una alegoría de la Constitución de 1812. Los argumentos de la interpretación de Sayre y quienes la siguieron son muy interesantes. Sin embargo, Garriga recuerda que los trabajos de Isadora Rose-de Viejo sobre este cuadro han echado por tierra cualquier posibilidad de vinculación entre esta alegoría (pedida a Goya por Manuel Godoy antes de 1812) y la Constitución de Cádiz promulgada en 1812. Y es de esto que vamos a tratar aquí: de Constituciones.

En términos del discurso jurídico vigente en la actualidad, una Constitución es la "Ley fundamental de un Estado que define el régimen básico de los derechos y libertades de los ciudadanos y los poderes e instituciones de la organización política." (RAE, vid.) Las constituciones en este sentido comenzaron a fijarse en la transición del denominado Antiguo Régimen al Estado Liberal en el mundo europeo occidental y en las regiones occidentalizadas relacionadas con ese mundo, allá por los finales del siglo XVIII cuando, como un producto de la revolución francesa, se creó una comisión para redactar el que conocemos como Código Napoleónico (code civil des Français, 1804), que si bien estaba pensado para hacer un compendio o recopilación de las amplísimas leyes francesas creadas por la jurisprudencia producida por el rey y las corporaciones a lo largo muchos siglos, tenía el encargo de borrar las diferencias jurídicas entre las personas en función de su calidad, para hacer del individuo sujeto único de un derecho universal; concepto que es fundamental y clave de la doctrina liberal.

En una muy amplia tradición historiográfica político-jurídica originada en el siglo XIX se consideró que todas las Constituciones posteriores al Código de 1804 eran enunciados fundacionales de los "Estados Nación" modernos. Particularmente, la historiografía del constitucionalismo se construyó a lo largo de los años como un discurso apologético estatalista a partir de una mirada teleológica que ponía a las constituciones en el origen de los estados nacionales que trataba de legitimar.

Desde la década de 1970, Francisco Tomás y Valiente (jurista e historiador español asesinado por ETA el 14 de febrero de 1996) comenzó a animar los estudios de historia constitucional española en una perspectiva crítica desde sus libros, artículos y cátedras. Varios de sus discípulos se hicieron muy buenos historiadores del derecho (y constitucionalistas), pero sobre todo el prolífico Bartolomé Pipo Clavero se convirtió en el más importante exponente de la historiografía crítica jurídica española (y sus intereses constitucionalistas lo han llevado a estudiar no solamente las constituciones españolas, sino las de todo el mundo hispano-americano, sin mencionar el problema de la constitución europea). Como respuesta al asesinato de Tomás y Valiente, en el mismo año de 1996 Pipo se dio a la tarea de trabajar incansablemente por sus propuestas académicas en conjunto con varios profesores e investigadores españoles consolidados así como otros jóvenes que terminaron de formarse en el grupo de trabajo que se creó entonces: Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España (HICOES), que con el correr del tiempo vendría a incluir a América y sus constitucionalismos, también, como parte del proyecto.

Entre las muchas actividades que realiza el grupo se encuentra la de organizar seminarios y cursos en España y el resto del mundo. Tocó el turno a México, en septiembre del año 2007. Animados por los colegas y amigos del Instituto Mora, la Escuela Libre de Derecho, El Colegio de México, el Centro de Investigación y Docencia Económicas y El Colegio de Michoacán (instituciones co-organizadoras), entre el 17 y el 22 de aquel mes se llevó a cabo en el Instituto Mora un exitoso curso monográfico para posgrado, Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, al que asistimos tanto profesores, investigadores, doctorandos y alumnos de nuestras instituciones como de otras. Fue una semana de intensa comunicación e intercambio académico, tanto por las sesiones matutinas del curso como por las sesiones "extra curriculares", donde hubo mucho aprendizaje, discusiones amables y en ocasiones acaloradas. Pero no es mi intención reseñar aquel curso tantos años después, sino mencionar uno de sus productos, que empezó a circular en septiembre del año pasado.

Se trata del libro coordinado por Carlos Garriga (a quien debo mucho de lo poco que sé de historia crítica del derecho) y que reúne los textos de los académicos miembros de HICOES que participaron en aquel curso.



Carlos Garriga (coord.) Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, coordinadora editorial Beatriz Rojas, México, CIDE, Instituto Mora, El Colegio de Michoacán, ELD, HICOES, El Colegio de México, 2010, 415 p., ils. [ISBN 978-607-7613-38-1]

El libro está dividido en tres partes. La primera, Tránsitos, agrupa tres trabajos que tratan precisamente de los procesos de transición jurídica entre el Antiguo Régimen y el Estado Liberal: José M. Txema Portillo Valdés, "Entre la historia y la economía política: orígenes de la cultura del constitucionalismo"; Carlos Garriga, "Continuidad y cambio del orden jurídico"; y Paz Alonso Romero, "La formación de los juristas".

La segunda parte, Sujetos y Territorios, trata justamente de la diáda más compleja y problemática del proceso constitucionalista en sus inicios; cómo definir a los sujetos y cómo determinar los marcos territoriales administrativos y políticos: Bartolomé Pipo Clavero, "Constitución de Cádiz y ciudadanía de México"; Jesús Vallejo, "Paradojas del sujeto"; y Carmen Muñoz de Bustillo, "Constitución y territorio en los primeros procesos constituyentes españoles".

La tercera parte aborda el nudo del problema en la transición jurídica de aquellos años: cómo organizar los poderes. Potestades y poderes. Administración y justicia incluye los textos: Fernando Martínez Pérez, "De la potestad jurisdiccional a la administración de justicia"; Alejandro Agüero, "La justicia penal en tiempos de transición. La República de Córdoba, 1785-1850"; Marta Lorente, "División de poderes y contenciosos de la administración: una -breve- historia comparada"; y Margarita Gómez Gómez, "Del 'ministerio de papeles' al 'procedimiento".

La extensión de una breve nota no permite entrar a una exhaustiva reseña de cada uno de los capítulos de este libro. Cabe, sin más, invitar a su lectura considerando que es una historiografía jurídica crítica, es decir, que trata de colocar su punto de vista no en el presente "que acabó por suceder" sino en el pasado mismo, para así desmontar el peso apologético del Estado Liberal que ha tenido la historiografía tradicional jurídica, característica que nos hacía huir a los historiadores sin adjetivos de los engorrosos textos de historia del derecho tradicional. Sin embargo, en otros campos historiográficos (Garriga cita atinadamente a François-Xavier Guerra y a Antonio Annino), se ha caído en cuenta que el conocimiento de lo jurídico es imprescindible para entender lo social y la problemática política que conlleva. De ahí que se agradezca que los historiadores de lo jurídico (no todos, ciertamente) se hayan dado a la tarea de hacernos más legible y aprovechable el intrincado mundo del derecho, las instituciones y las constituciones.

sábado, 8 de enero de 2011

Iglesia, Independencia y Revolución.

El año pasado (2010) fue de múltiples eventos académicos y conmemorativos con el tema del bicentenario del inicio del proceso de independencia en México y el centenario del inicio de la revolución mexicana. En medio de todos estos actos, tuve el honor de ser invitado por el presbítero Dr. Juan Carlos Casas García a presentar un libro editado por él: Iglesia, independencia y revolución (México, Universidad Pontificia de México, 2010, 435 p.). Transcribo aquí algunas partes del texto de presentación que se llevó a cabo en el mes de noviembre de 2010.



El libro reúne la mayor parte de los trabajos que se presentaron en las Jornadas de historia Iglesia, Independencia y Revolución, organizadas por la Universidad Pontificia y que tuvieron lugar en la ciudad de México en mayo del año de 2009. Los trabajos presentan diversos aspectos de la relación de la Iglesia con estos dos acontecimientos, escritos por connotados especialistas, muchos de ellos colegas cercanos, conocidos e, incluso, muy apreciados por mí, que se han dedicado ya sea a la historia de la independencia, ya sea a la de la revolución, y especialmente a la participación e importancia de la institución eclesiástica y sus miembros en dichos procesos históricos. Es pues una reunión feliz, de trabajos muy interesantes, y es de agradecer al Dr. Casas la labor de ponerlos juntos y darnos esta obra que seguramente se colocará como una importante revisión plural del tema. Como es característico en este tipo de libros –ni modo, así es- no todos los trabajos guardan un formato parecido, aunque resultan todos de gran interés y calidad, y evidentemente hay temas que habrán quedado fuera, algunos huecos, algunas ausencias de autores como la de Brian Connaughton, por ejemplo (aunque en el momento de la presentación, Juan Carlos Casas apuntó que no le fue posible a Brian entregar su texto para publicar, dado su intensa actividad académica). No solamente para el especialista sino para el lector interesado, es un libro que resultará de mucho interés.

Antes de entrar en materia diré dos cosas respecto a la importancia del tema y comienzo por curarme en salud (como decía Felipe II). Yo no soy especialista en historia de la iglesia, sino que me dedico a la historia de las instituciones de gobierno y administración de justicia antes y después de la independencia; pero a lo largo de estos años me he topado en mi trabajo repetidas veces con cuestiones eclesiásticas. Desde el hecho de que no podemos entender la conformación de las instituciones de gobierno y administración de justicia, del derecho, o de la idea misma de justicia, sin percibir y comprender la gran impronta de la institución eclesiástica así como la participación de sus miembros en asuntos de gobierno hasta antes, e incluso, un tiempo después de la independencia; y de ahí vamos hasta el hecho, innegable, de que la Iglesia y los hombres de la Iglesia son y han sido actores fundamentales en la sociedad mexicana así como en las sociedades hispánicas. Por otra parte, el derecho y el concepto de justicia estuvieron integrados durante siglos por una serie de derechos distintos -entre ellos el Canónico-, y la jurisprudencia, hasta bien entrado el siglo XIX, no es posible entenderla sin su dosis de teología, sobre todo de teología moral.

Muchos de los personajes que estuvieron participando activamente y discutiendo la situación política en ese proceso de transformación en el cual se inserta la guerra de independencia de México –y la guerra de independencia de la mayor parte de los países de lo que hoy es América Latina-, eran miembros del clero. No solamente miembros del mal llamado “clero bajo”, es decir, curas párrocos, vicarios o presbíteros sin destino parroquial entre los activos guerreros que lucharon en la insurgencia (como Miguel Hidalgo, José María Morelos, José Sixto Verduzco, Mariano Matamoros y otros), sino que también miembros de cabildos catedrales, clero diocesano, así como clero regular, que participaron como diputados a instancias representativas, como las Cortes Generales que se reunieron en la península para debatir, opinar y, finalmente, redactar la Constitución Política de la Monarquía Española en Cádiz. Aquí podemos mencionar a los novohispanos José Ignacio Beye Cisneros, José Miguel Guridi y Alcocer o Miguel Ramos Arizpe. Algunos de ellos, como Guridi y Ramos Arizpe, luego participaron activamente en la construcción de las instituciones del México independiente desde posiciones en el Congreso constituyente, y a ellos se les sumaron otros eclesiásticos tan polémicos como el fraile de la Orden de Predicadores, el dominico Servando Teresa de Mier.

Pasando a la época de la revolución (donde confieso me siento más desprotegido pues no es un periodo en el que me mueva como pez en el agua, y por ello no haré quizá tantos comentarios como sobre el periodo de la guerra de independencia), la Iglesia también tuvo un papel muy importante, aunque desde una posición o ubicación en el entramado social, económico y político muy distinta del periodo de las independencias. El gran embate contra el poder político y económico de la Iglesia, que había empezado en la segunda mitad del siglo XVIII con el regalismo borbónico pero que en realidad tomó fuerza y se asentó en la segunda mitad del siglo XIX con el triunfo del liberalismo, desplazó o cambió la relación entre el poder político y la institución eclesiástica. La desamortización de los bienes eclesiásticos, la exclaustración de las órdenes religiosas y la laicización del poder político, pusieron a la Iglesia en una postura que fue desde el enfrentamiento a la conciliación, pero que finalmente, provocó la necesidad de cambiar las estrategias para proseguir con su labor pastoral en la sociedad. Me disculparan si lo digo de una manera que parece un tanto complicada, pero es que no es tan sencillo, como nos enseñaron desde la primaria, hablar de la separación de al Estado y la Iglesia. La laicización de la mayor parte de los gobiernos en el mundo occidental durante el siglo XIX, produjo la necesidad de un cambio de orientación en la política pastoral de la Iglesia, política que se predica desde la propia silla pontificia de León XIII, específicamente mediante la encíclica Rerum Novarum (15 de mayo de 1891). Atendiendo a este llamado del Papa, sobrevino una forma de acción de la Iglesia completamente distinta que conocemos con el nombre de “catolicismo social”. Este catolicismo social presente en la acción pastoral indujo la aparición de agrupaciones sociales y políticas cuya comprensión es fundamental para entender nuestra revolución. Contrapuesto al individualismo predicado por el liberalismo imperante, el catolicismo social se volcó en la comunidad, en la colaboración, en la solidaridad. Es por ello que no resulta extraño ver que muchas de las organizaciones de obreros y trabajadores que aparecieron en México en la última década del siglo XIX, hayan sido mutualidades de trabajadores con una activa militancia católica. Asimismo, la aparición del Partido Católico y la enunciación de las ideas políticas del catolicismo tuvieron una impronta fundamental en el contenido social del artículo 123 de la Constitución de 1917, que es el que regula las relaciones laborales. Por cierto, en este sentido es que abunda el trabajo de uno de los autores de este libro, Jorge Adame Godard, quien es uno de los mayores estudiosos de la historia de la Iglesia en México.

Por estas razones, y muchas otras, es que resulta importante la articulación de la historia de la Iglesia en México con estos dos periodos históricos. De ahí, la importancia del libro. Doy ahora fe del contenido y, posteriormente, cerraré con una breve reflexión sobre nuestro momento historiográfico. El libro se divide, obviamente, en dos secciones, una referente al proceso de independencia y la segunda al de la revolución. La primera parte del libro la abre el trabajo de Guadalupe Jiménez Codinach, quien es especialista en la independencia y sobre todo en la figura de Ignacio Allende, y quien es una de las responsables de que el gobierno español reintegrara este año al gobierno mexicano una de las primeras banderas de la insurgencia, un estandarte con San Miguel y la Virgen de Guadalupe que enarbolaran las milicias de Allende. En su texto; Jiménez Codinach reflexiona acerca de la relación entre la guerra y la vida cotidiana. En un formato de pequeñas cápsulas temáticas, Jiménez Codinach nos ofrece una radiografía de la sociedad de la época, que es muy importante para entender la manera en la que la institución eclesiástica pero, sobre todo, los hombres que la componían, estaban insertos en esa vida cotidiana, no solamente en su labor pastoral sino en muchos otros ámbitos detonados por la insurgencia.

Le sigue el trabajo de Gustavo Peña Hernández, quien hace un interesante análisis del pensamiento de los eclesiásticos novohispanos que participaron en las discusiones de las Cortes Generales Españolas, y que ya mencioné al principio de este comentario. Cabe mencionar que la posición como eclesiásticos dotaba a aquellos 17 diputados novohispanos de un conocimiento vasto, no sólo del derecho, no sólo de la idea de la constitución de una sociedad política, sino también de los problemas sociales y económicos que afectaban a la población en su conjunto. Por ejemplo, Guridi y Alcocer introdujo a la discusión en las Cortes la necesidad de abolir la esclavitud y de lograr una sociedad más justa e igualitaria borrando distinciones raciales. Fue por ello un gran crítico de la manera en la que la Constitución de Cádiz dispuso la idea de quienes componían a la Nación.

Por su parte, María Cristina Torales Pacheco pasa la lista del clero novohispano que tenía nuevas ideas respecto al bienestar público, su interés por la sociedad en general, y enfatiza que estas ideas eran compartidas por el conjunto del clero diocesano y regular.

Diana González Arias nos abre una ventana a las tensiones políticas previas a la independencia que se suscitaron entre la Iglesia y la Corona, llevándonos de la mano a través del hilo del problema de la igualdad de oportunidades que tenían los eclesiásticos criollos y peninsulares para acceder a las prebendas y canonjías. La corona había venido estableciendo una política de incremento del clero peninsular en los cabildos catedrales, poniendo obstáculos a los criollos. Esto produjo importantísimos pleitos entre los cabildos y la corona, que son el tema de su ensayo.

Los trabajo de Francisco Morales Valerio y de mi admirado colega Manuel Ramos Medina, tratan la reacción y estado que guardaron dos órdenes religiosas al estallido de la insurgencia, el primero tratando a los franciscanos y el segundo, a la que es su especialidad, la Orden del Carmelo. Más que tratar de responder si las órdenes o si los miembros de la orden estaban de acuerdo o no con la insurgencia, simpatizaban o rechazaban el movimiento, los trabajos nos muestran la complejidad de decisiones y acciones en la que se vio inmerso el clero regular al estallido de la rebelión, que va desde la simpatía y apoyo activo de algunos franciscanos hasta el horror de los carmelitas cuando los insurgentes saquearon el convento de Celaya, uno de los más ricos de la orden y de la región.

El trabajo de Alicia Tecuanhuey, especialista en la historia poblana del periodo, nos ofrece un análisis muy interesante de la conformación de las ideas políticas del clero de la diócesis de Puebla y de su participación en las grandes discusiones de la época que tenían que ver con la crisis política de la monarquía, el problema del gobierno, de la representación y la ciudadanía, y el papel activo de la Iglesia en todo ello.

Una vez consumada la Independencia, en septiembre de 1821, muchos eclesiásticos que habían sido actores políticos y sociales de los acontecimientos de la década anterior, siguieron opinando y pronunciándose respecto a la construcción de un país independiente, las políticas de gobierno y el papel de la Iglesia en el nuevo Estado. El trabajo de mi querida colega Ana Carolina Ibarra analiza ese debate desde las posturas distintas, y a veces encontradas, de tres canónigos: de la Bárcena; San Martín y Guridi y Alcocer.

Como cada vez sabemos más sobre ese asunto tan complicado, la independencia trajo consigo problemas políticos de muy distinta índole. Uno de ellos, y de crucial importancia para la Iglesia, fue el del Patronato. Mediante el real patronato, la Iglesia en el territorio de la monarquía había sido puesta bajo la protección del rey español, concesión que le permitía al rey decidir –incluso sobre las decisiones del Papa-, varias de las directrices políticas y administrativas de la vida eclesiástica como el nombramiento de obispos, la participación de la corona en la recaudación del diezmo, entre otras cosas. A su vez, la Iglesia católica en la monarquía recibía ciertos privilegios. La independencia provocó la salida de muchos miembros de la jerarquía eclesiástica así como la negativa del Pontífice de reconocer al nuevo país independiente llamado México y, mucho menos, la creación de un Patronato Nacional. Esto desató una fuerte polémica sobre si era adecuado o no mantener dicha concesión y privilegios, estudio del que se encarga Alfonso Alcalá Alvarado.

Finalmente se cierra el primer apartado con un trabajo de Luis Ángel Bellota que llamó mi atención. Para armarlo, este joven estudiante de la maestría en Estudios Latinoamericanos de la UNAM sigue en mucho lo que hizo Andrés Lira cuando en su fantástico libro Espejo de discordias contrapuso o, mejor dicho, puso a dialogar a tres grandes pensadores, políticos e historiadores que vivieron la guerra de independencia y su consumación: Carlos María de Bustamante, José María Luis Mora y Lucas Alamán. En su libro, Andrés Lira se centró en las ideas que tenían cada uno de los tres personajes sobre el mismo hecho de la independencia. En su artículo, Luis Ángel Bellota analiza las ideas que tenían estos tres personajes sobre el papel de la Iglesia en el México independiente, lo cual me pareció un ejercicio interesante.

En la segunda parte del libro versa sobre el periodo revolucionario. No abundaré mucho en esta parte por tres razones principalmente: la primera porque, como ya dije, no soy especialista en el periodo; la segunda para no aburrirlos más y, la tercera, que es la más importante, para invitarlos a leer el libro. Una invitación a esta lectura la hago repasando los temas y autores de manera rápida. Se aborda de nueva cuenta la situación social y cultural, y el contexto de ideas en los cuales la institución eclesiástica actúa y opina. Esto lo hace con su entretenida pluma el maestro Aurelio de los Reyes. Hay también varios textos que tratan el problema de la tensión entre las ideas de los gobiernos liberales y la Iglesia: por ejemplo, el de Raúl González Schmall sobre cuestiones como la Constitución y la regulación de la vida religiosa; Adame Goddard –a quien ya mencioné al principio- sobre la influencia del catolicismo social en el contenido-, y las ideas sociales constituyentes; María Eugenia García Ugarte, quien aborda el problema de la libertad y tolerancia religiosa a lo largo del siglo XIX de una manera sintética como sólo quien conoce a fondo el tema puede exponer. Por su parte, Ramón Aguilera Murguía hace una breve historia del Partido Católico, mientras que Valentina Torres Septién mira la tensión entre Iglesia y gobierno respecto al tema del control de la educación. Un interesante análisis del pensamiento político católico es el que hace María Luisa Aspe Armella, pues nos ayuda a comprender la diversidad de posturas respecto a la participación de los católicos frente al gobierno que surgen a partir de 1930, y de entre las cuales se encuentra el origen del Partido Acción Nacional.

Distanciándose un poco del problema de la tensión en las relaciones entre la Iglesia y el gobierno, hay tres trabajos que analizan otros temas que son de igual manera interesantes y complementan lo anterior. El trabajo de Franco Savarino ofrece una mirada comparativa sobre el alejamiento o acercamiento entre gobierno e Iglesia, en el contexto de los movimientos nacionalistas. Mientras que en México hubo un alejamiento, en la Italia de Mussolini. Este análisis comparativo se podría quizá también hacer, pienso ahora en voz alta, con respecto a la España del franquismo. Por su parte, Concepción Amerlink de Corsi nos relata las estrategias de sobrevivencia de los conventos de monjas después de la exclaustración; mientras que el trabajo de las historiadora del arte Montserrat Galí analiza la obra pictórica del jesuita Gonzalo Carrasco.

Un tema que me llamó mucho la atención es el análisis que hace Manuel Olimón Nolasco sobre la tercera carta pastoral del obispo de Tepic en 1919, Manuel Azpeitia y Palomar. Por la guerra revolucionaria, por la política de Carranza y toda esa coyuntura, la labor pastoral de las diócesis cayó precipitadamente. ¿Qué hacer, se pregunta Azpeitia, ante esta crisis? La necesidad de llevar a cabo una reconstrucción integral de la labor pastoral pasaba necesariamente en ese momento por la reflexión de la crisis de las vocaciones sacerdotales, un tema que ocupó la discusión de los miembros de la jerarquía eclesiástica del país.

En fin, se trata de un libro que, como ustedes habrán apreciado en esta breve reseña, trata sobre un tema pero trata a la vez sobre muchos temas. Es pues una buena puerta de entrada para mirar esa complejidad en las relaciones entre la historia eclesiástica, la historia política y la historia social. Si bien, estoy cada vez más convencido –y en cierta medida este libro me permite afirmarlo mejor- que en el estudio de la historia los compartimientos rígidos no funcionan, pues al seguirlos solemos desterrar actores y problemas que estuvieron presentes en el contexto y problema histórico que nos interesa. También, que es necesario el acercamiento entre los investigadores académicos “laicos” –por decirnos de alguna manera-, y los estudiosos que se forman en las filas del clero. Por ello, es de agradecer la postura que la Conferencia Episcopal Mexicana ha adoptado desde hace por lo menos una década, que es intensificar un acercamiento y diálogo –que ya existía antes, pero que es bueno incentivar más-, en pos de construir un mejor conocimiento de nuestra realidad histórica y social. Sin más, y agradeciéndole al Dr. Casas la oportunidad de comentar este libro, los invito a su lectura.

jueves, 6 de enero de 2011

Historiadores y redes de investigación


La imagen del historiador solitario sumergido entre cientos de papeles polvosos en los archivos y con decenas de libros abiertos sobre las mesas de su despacho silencioso, ha quedado atrás hace mucho tiempo. El proceso de profesionalización de la disciplina histórica ha obligado a los oficiantes de Clío a establecer comunicación y colaboración con sus pares de una manera más intensa y compleja. Y cabe subrayar que el día de hoy, y para poder mantener un nivel de evaluación del trabajo propio e institucional, se ha convertido en un asunto obligado que el clionauta pertenezca a grupos de investigación. Estos grupos o redes reciben diferentes motes y tienen dinámicas diferenciadas a partir de sus funciones productivas y evaluatorias, personales e institucionales.

El fenómeno de las redes de investigación ha crecido de manera exponencial en las últimas décadas, tanto por las obligaciones profesionales como por las facilidades de la comunicación, entre ellas, el Internet y las video conferencias. No es que entre el siglo XVIII y principios del XX se careciera de espacios para la presentación y la discusión de los hallazgos de los historiadores: ahi está, como parte de nuestra tradición hispánica-americana, la aparición de aquella tertulia de sabios que se juntó en 1735 y derivó, en 1738, en la fundación de la Real Academia de Historia en Madrid; que es modelo y origen de las Academias de Historia de los países hispanohablantes, muchas de las cuales son correspondientes de la Real de Madrid. La aparición de estos colegiados, como la Academia Mexicana de la Historia, permitió establecer ciertos lineamientos para la investigación histórica de calidad y su difusión. Dicho a la manera de Kuhn, las academias fijaron las reglas y paradigmas del quehacer historiográfico conformadas por la comunidad de investigadores.

Sin embargo, con la multiplicación de profesionales de la historia y, en ocasiones, por la manía que tenemos por poner sobre la mesa de discusión ciertas reglas y paradigmas historiográficos, o simplemente por diferencias en las perspectivas de interpretación del pasado, los grupos y redes de investigación se multiplicaron. Ya no se trataba de aquellos grupos de trabajo que se dieron a la tarea de escribir obras monumentales de la historiografía como México a través de los siglos, dirigida por Vicente Riva Palacio (5 Vols., 1884-1889), o Historia Moderna de México, dirigida por don Daniel Cosío Villegas (7 Vols., 1955-1972). En México, entre las décadas de 1970 y 1980, proliferaron los seminarios de investigación asociados a distintas instituciones. Mención especial merecen, para la década de los setenta entre otros, los seminarios temáticos creados por Enrique Florescano al asumir la dirección del entonces Departamento de Estudios Históricos del INAH (hoy Dirección de Estudios Históricos). Este tipo de seminarios permitió la discusión de la heurística y de los métodos y técnicas de investigación histórica aplicados a problemas específicos: historia económica, historia de la agricultura, historia urbana, historia de las mentalidades, entre otros.

Con el correr de los años y la reflexión sobre los problemas de la historia nacional y la historia regional, la necesidad de entender los devenires particulares en el contexto de macro regiones, y la cada vez más fructífera influencia de otras disciplinas y su diálogo con el quehacer histórico, como la antropología, la economía o la historia del arte, la creación de grupos y redes de investigación interinstitucionales, inter o multi disciplinarias e internacionales se hizo necesaria. Asimismo, el desarrollo de los medios de comunicación ha facilitado la reunión (presencial o virtual) de académicos e investigadores de todo (o casi todo) el mundo, interesados en uno u otro tema o problemática. Me referiré aquí a dos, que tienen dinámicas distintas, por ser las que mejor conozco.

Hacia finales del año 2004, José Javier Ruiz Ibáñez (Universidad de Murcia), Gaetano Sabatini (Università degli Studi di Roma Tre) y Pedro Cardim (Universidade Nova de Lisboa), junto a otros investigadores, plantearon la posibilidad de establecer una red que funcionase como un espacio para la circulación de investigaciones sobre las fronteras (reales o imaginadas) de las Monarquías Ibéricas, ante la imperiosa necesidad de entender la importantísima proyección global que tuvieron entre los siglos XV y XVIII. Surgió así Red Columnaria, que a seis años de vida reúne y comunica a más de cien investigadores de diversos países como España, Portugal, Italia, Francia, Argentina, Chile y México, entre otros. Aparte de ello, la Red incluye proyectos específicos propios, como el Seminario Floridablanca o Vestigios de un mismo mundo; así como proyectos asociados que tienen su base y son dirigidos desde diversas instituciones alrededor del mundo.




Otra manera de nuclear el trabajo académica y poner en comunicación a los historiadores y profesionistas de otras disciplinas afines, son los Grupos de Estudio. A mediados de 2009, y a partir de la convocatoria de Nelly Sigaut y Thomas Calvo (ambos profesores investigadores de El Colegio de Michoacán), se formó el Grupo de Estudios Sobre Religión y Cultura (GERyC). Se trata de un grupo multidisciplinario e interinstitucional que tiene como objetivo crear un espacio académico de discusión e intercambio, en el que participen tanto académicos consolidados como estudiantes y tesistas de posgrado. Los aspectos relevantes del grupo son la relación de la historia con los fenómenos religioso y cultural de distintas épocas; así como su inserción dentro de las sociedades y sus manifestaciones literarias y visuales: pintura, escultura, arquitectura, novelas, sermones, escritos científicos y teológicos. La orientación de las discusiones pone particular énfasis en los actores de los hechos religioso y cultural y su distribución en la geografía. El GERyC tiene interés en la biografía cultural de los objetos así como en las de los individuos y grupos sociales. Las reuniones del grupo tienen lugar cada mes (el primer martes) y la comunicación es posible gracias al sistema de videoconferencia que permite enlazar al Colegio de Michoacán, A.C. (base institucional del grupo), con El Colegio de México, A.C. y El Colegio de Jalisco.

Para un historiador, participar en estas dos dinámicas enriquece mucho el trabajo que seguimos haciendo en seminarios o grupos de investigación más pequeños, que se reúnen de manera permanente o eventual, nuestras colaboraciones en congresos, mesas redondas, la impartición de cursos y la direccicón de tesistas. Ahora, quizá, lo que nos falta es tiempo para volver a encerrarnos en solitario entre papeles y libros, actividad que sigue siendo la principal fuente de nuestra indagación histórica y que queda en nuestro imaginario como el volver, al menos por un rato, a ser ratón de biblioteca solitario y polilla de archivo.

sábado, 1 de enero de 2011

Iniciando el año con un magnífico libro.

No lo he terminado de leer. Estoy apenas a la mitad de su lectura pero siento la impetuosa necesidad de decir algunas cuantas cosas sobre él: un libro fascinante e insólito, provocador, evocador y que entronca con algunas situaciones vitales mías.


Se trata de la reciente publicación de mi querido amigo (aunque debería mejor quitar lo de "amigo" y declararlo como "padre intelectual", por todas las herencias que me ha ido legando en estos años de conocernos) y admirado colega Thomas Calvo, Vencer la derrota. Vivir en la sierra zapoteca de México (1674-1707), editado apenas en ese año que precede a éste por El Colegio de Michoacán, el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social y la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. Texto que ya ha sido publicado en francés bajo el título Vaincre la défaite. Vivre dans la Sierra zapotèque du Mexique. 1676-1707, editado en París con el sello de la prestigiosa editorial francesa L'Harmattan, 2009... con 299 páginas que se leen tan bien y como agua en francés como en su traducción al español, impecablemente hecha por Jean Hennequin, y la muy exacta presentación (por no abundar en sus detalles de crítica historiográfica, que hay que leer) de Beatriz Rojas.

¿De que trata Vencer la derrota? De pleitos, de asesinatos, de abusos de poder entre los propios indios zapotecas que habitaban, al final del siglo XVII, la pluriétnica alcadía mayor de Villa Alta. Y el primer gran y dramático suceso con el que abre el libro, es el de los seis pueblos de Cajonos (Caxonos actualmente), centrándose en la muerte de los que ahora son considerados por el Vaticano como los "mártires de Caxonos", un par de indios que denunciaron en su momento a finales del siglo XVII las prácticas idolátricas de la gente de su región y por ello fueron sacrificados.

Pero el libro va más allá de esa primer anécdota, pues el autor trata de contestarse, en el nivel microhistórico, preguntas que son importantes en el nivel macrohistórico de la monarquía hispánica. ¿Cómo era posible ejercer el poder y el control durante 300 años en un espacio político y administrativo que abarcaba los cuatro continentes? Thomas Calvo da en la clave y nos permite entender que, gracias a un proceso de aculturación en términos jurídicos y litigiosos, los indios novohispanos (al menos, pero esto es algo que excede por mucho a la región novohispana), aprendieron y utilizaron a su favor los instrumentos de defensa jurídica con que los dotó la Corona española. En segundo lugar, nos ofrece una interesante propuesta del cómo historiar estos litigios (no siendo, precisamente, un historiador del derecho y las instituciones), y en tercer lugar inserta la impronta de una experiencia personal ligada a su proceso de investigación que hace, de este libro, un manual de ciegos para los historiadores en ciernes (y no tan en ciernes), pues el contacto entre los problemas de las fuentes y la experiencia del historiador apararecen a cada instante. Un libro vivencial (en el cual cualquier amante de Clío se ve superado en la estrategia narrativa), pues confiesa situaciones del trabajo de archivo y de campo que pocos de nosotros estaríamos dispuestos a publicar.

Finalmente (pero no al final), un libro que viene a completar de manera magistral los trabajos que se han hecho respecto a esa región que Chance, en su clásico La conquista de la Sierra, echaba de menos hace cerca de veinte años. ¿Quién se había interesado en una región limítrofe, periferia de la periferia, marginal entre las marginales? Carmagnani un poco, Van Young en su clásico Drinking..., pero que a fin de cuentas no había sido una región de interés (esperamos con ansias la publicación del libro de Luis Arrioja, que vendrá a llenar muchos huecos de la historia india de la sierra zapoteca).

El problema que nos pone enfrente Thomas Calvo es que su historia es una historia (como bien ha visto Beatriz Rojas) a la búsqueda de un quiebre histórico. El autor se confiesa haciendo una microhistoria entre Carlo Levi y Alain Corbin, pero nos deja la sensación de una macrohistoria de la monarquía hispánica. Y leerlo me ha hecho recordar ciertos mometos de mi vida cuando, y por ciertas circunstancias yo no era historiador sino fotógrafo, gracias a una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, me permití conocer esas regiones. Caxonos, al menos en el año de 1993, seguía resultando un "espacio a evitar" para los habitantes de la Sierra Zapoteca de Villa Alta... o al menos para los habitantes de San Bartolomé Zoogocho y San Juan y San Miguel Taabá. ¿Recuerdos de los acontecimientos del siglo XVII?

Seguiré leyendo.. pero desde ahora puedo intuir que Vencer la derrota se colocará en breve entre los "importantes" para entender la región oaxaqueña novohispana, junto a Carmagnani, Chance, Arrioja y algunos otros.