domingo, 19 de febrero de 2012

Historia y vida cotidiana: Un indio mexicano en la corte de Madrid.

Anónimo, La batalla de Lepanto, 7 de octubre de 1571 (fragmento), óleo sobre tela. Finales del siglo XVI. Colección del Royal Maritime Museum, Greenwich

Hace unos años estuve durante algunos meses en el Archivo General de Indias, en Sevilla, España. Yo buscaba otro tipo de información pero una noticia de lo más interesante distrajo mis ojos. Es algo que suele suceder en los archivos documentales: los rastros del pasado se mezclan en lógicas distintas a la nuestra y nos ofrecen así una mirada diferente de lo que pudo ser relevante a ojos de nuestros ancestros. Es necesario, por ello, prestar atención a nuestras distracciones cuando vamos a los archivos. En uno de los grandes legajos que caracteriza a ese repositorio encontré, naufragando en un mar de documentos, la historia fragmentada de un indio mexicano que anduvo por la corte de Madrid en el siglo XVII.

El 3 de octubre de 1678 el conde de Medellín, Don Tomás Valdés, el marqués de Mejorada y el marqués de Santillán, respondieron con disciplina a una orden del rey, Carlos II. Unos días antes, Diego de Aguilar, indio mexicano, se había acercado a su corte para solicitar una limosna que le permitiera volver a su tierra. El monarca se interesó en la suerte de su vasallo y ordenó a los consejeros que tomaran cartas en el asunto. Acompañaba al decreto real el memorial del propio Diego de Aguilar quien se lamentaba de su estado de extrema necesidad. Resulta que el indio Diego de Aguilar había servido en las galeras del duque de Florencia y, durante un encuentro naval con las galeras del Gran Turco, en 1675, fue herido y perdió una pierna.

El caso de Aguilar no era extraño para los consejeros del rey. Unos días antes, él mismo se había apersonado en el consejo y solicitado cosa igual. Por entonces, los miembros del consejo de Indias decidieron socorrerlo con una limosna de 30 reales de vellón, pues no necesitaban pedirle permiso al rey para hacerlo por esa cantidad ya que lo vieron con tanta necesidad. Sin embargo, argumentaron que por el momento no era posible embarcarlo en una flota para regresar a México. No sabemos cuál fue la suerte de Diego de Aguilar.

Pero ¿quién era Diego de Aguilar? La mención de "indio mexicano" nos da alguna pista. En aquellos años el adjetivo mexicano no quería decir forzosamente "natural de México", como espacio geográfico. El adjetivo se utilizaba para hacer referencia, sobre todo, a la lengua hablada por algunos indios de lo que hoy es el centro de México: el náhuatl. Por lo tanto, podemos tener casi la seguridad de que se trataba de un indio hablante de náhuatl, de algún lugar de la región central de México, ya fuese mexica o tlaxcalteca. Por supuesto, se trataba de un indio principal, aculturado, con relaciones estrechas con españoles. Todo esto le permitió desplazarse a la Península y participar en combates. Solamente los indios nobles, ya fueran caciques de vieja alcurnia o nuevos principales que habían logrado un estatus social y político de importancia, podían vestir a la española, portar armas, montar a caballo... viajar a España.

Nos queda la duda. Hace poco tiempo volví a Sevilla por algunos días. Busqué y rebusqué entre los papeles del Archivo General de Indias y no pude dar con mayor información acerca de Diego de Aguilar. Y me doy cuenta que no se ha tomado en serio la presencia de los indios (mexicanos, peruanos, americanos en general) en la corte española. Luis Miguel Glave ha dado noticia, en algunos de sus trabajos, de la presencia de gestores indios en la corte de Madrid, como el indio peruano Andrés de Ortega Llucon (1646);(1) y otros colegas se han interesado en el presbítero indio tlaxcalteca Julián Cirilo de Galicia y Castilla Aquihualcateuhtle,(2) quien solicitó la creación de un colegio indígena en 1754, y se fue a plantar en Madrid para seguir con su solicitud, donde murió. Todo para decir que hay muchas historias de indios que viajaron a España, y cuya relación espera plumas que escriban sus historias. Pero la de estos indios es una historia que queda por hacerse.

Por mi parte, ofrezco a algún curioso investigador mi referencia de Diego de Aguilar: Archivo General de Indias, México (consultas originales), legajo 7.

Referencias
(1) Luis Miguel Glave. "Gestiones trasatlánticas. Los indios ante la trama del poder virreinal y las composiciones de tierras (1646)", Revista Complutense de Historia de América, 34 (2008), 85-106 ISSN11328312
(2) Véanse los trabajos de Dorothy Tanck, Margarita Menegus y Magnus Lundberg

NB: Una versión menor y anterior de este texto estuvo publicado en la bitácora "Historia y Vida Cotidiana"

miércoles, 13 de julio de 2011

Identidades y representaciones en las independencias

Marta Terán y Víctor Gayol (eds.), La Corona rota. Identidades y representaciones en las Independencias Iberoamericanas, Castelló de la Plana, Universitat Jaume I, 2012, 357 p.


Acabo de recibir la noticia de que mi querida colega Frédérique Langue publicó en Nuevo Mundo / Mundos Nuevos la reseña que escribió sobre un libro que edité con mi querida colega Marta Terán. Se trata de La Corona rota. Identidades y representaciones en las Independencias Iberoamericanas, publicado en Castelló de la Plana por la Universitat Jaume I a finales del año pasado, gracias al tesón de Manuel Chust. El libro forma parte de una trilogía que recoge las ponencias del V Congreso Internacional Los procesos de independencia en la América Española, llevado a cabo en noviembre de 2008 en el puerto de Veracruz.

Aquí, reproduzco la reseña de Langue, que puede ser consulta directamente en el sitio de Nuevos Mundos.


Fruto de una selección de ponencias presentadas en varios encuentros que versaron sobre los procesos de independencia en América española, este libro colectivo se diferencia de entrada de la aproximación cronológica que en sobradas oportunidades orienta y justifica en el orden conmemorativo la organización de este tipo de reuniones. Otra característica notable es el hecho de que rompe con el relato simple, por más  pormenorizado que sea, de los hechos y de las gestas nacionales. Temas no tan trillados son efecto las representaciones colectivas, el concepto de nación contrapuesto al de patria, la noción de revolución misma — de que hay que señalar que no siempre fue obra del estrato social plebeyo pese al imprescindible rescate historiográfico que del pueblo “revolucionario” se hizo en otras publicaciones recientes para determinadas áreas de América. Otro tanto puede decirse de la construcción de las memorias a que los procesos independentistas dieron origen y legitimidad política en el tiempo largo. Muchos de los estudios reunidos en esta entrega buscan en efecto cuestionar los vínculos políticos que a duras penas perduraron con la Monarquía hispánica a consecuencia del vacío político del año 1808, a la par que subrayan las posturas muy diversas que asomaron en esa oportunidad en América española, desde las reivindicaciones autonomistas hasta las opciones verdaderamente independentistas, ambas fundadas en concepciones opuestas de la política. Asimismo hacen hincapié en formas de sociabilidades alternas que se evidenciaron en los años 1808-1812, en los proyectos identitarios, mayormente republicanos, que se vinieron forjando en torno al concepto de ciudadanía y a la incorporación de los grupos sociales litigantes. Pese a la ausencia de ciertas regiones, el estudio de las expresiones culturales propias de las nuevas identidades y del manejo de símbolos por el poder político, así como la contraposición de los discursos y prácticas, constituyen temas clave que se abordan tanto en una perspectiva diacrónica como con una orientación propiamente temática.

Las relaciones de la Corona con los territorios de Ultramar, las tempranas rupturas o la permanencia de los lazos institucionales se evidencian por medio de sus expresiones discursivas y con motivo de los primeros ensayos republicanos independientes en los años 1810-1812 (caso de Maracaibo estudiado por L. Berbesí). También se contemplan la cuestión de la representación política en una sociedad caracterizada todavía por una fuerte división estamental — escasamente obviada en actos y símbolos —, el uso de los espacios públicos y hasta la “iconografía del poder” en un contexto de crisis y de cierta forma de descolonización, particularmente explícita en el caso mexicano y desde la perspectiva de las revoluciones atlánticas (I. Rodríguez Moya, S. Hensel). Consta que la creación de identidades sociales alternas en el tránsito de la Monarquía a la República, los ritos y ceremonias, las instituciones y los nuevos actores — ya no los funcionarios del Rey, aunque éstos llegaron a actuar como mediadores de poder en determinadas regiones — que acompañan la formación de la nación mexicana no pueden desligarse, en primer término, de los cambios constitucionales que propiciaron el paso hacia una nueva soberanía nacional y una autoridad política distinta. Tampoco se puede hacer caso omiso de la duradera influencia de la Constitución de Cádiz en las prácticas constitucionales americanas. Entre los actores políticos de este proceso hay que mencionar en efecto las ciudades. Varios ensayos analizas esas identidades colectivas reacias a los cambios jurisdiccionales y jerárquicos del momento y más aún a la definición de la ciudadanía ideada como modelo de civilidad y de lealtad (véase el caso yucateco analizado por U. Bock, o el itinerario muy distinto y no siempre conocido de Puebla, entre 1808 y 1821, estudiado por A. Tecuanhuey a través de sus juras de reconocimiento de la Suprema Junta Central en 1809 y luego del Supremo Consejo de Regencia en 1810, hasta la adhesión al plan de Iguala y la declaración de Independencia in situ en 1821). En este sentido, el estudio de la prensa insurgente y de los conceptos de patria, libertad y nación que en ella se debaten, y hasta de la “noción de revolución”, de sus mitos y metáforas (caso rioplatense de la Revolución de mayo estudiado por F. Wasserman), permite evidenciar y también relativizar la participación de los distintos sectores sociales, mujeres (C. del Palacio, R. M. Spinoso) y ejércitos libertadores incluidos, por fomentar éstos cierta forma de “nacionalismos sin nación” (B. Bragoni, J. Peire).

Con la memoria de la insurgencia, pasada por alto en la mayoría de las celebraciones historiadoras y de que hay que esperar que en adelante sea objeto tanto de estudios comparados como de síntesis de larga duración, esta recopilación abre una imprescindible reflexión acerca de la independencia mexicana, especialmente después de 1821 (M. Guzmán, G. Rozat) y de la utilización (¿instrumentalización?) del pasado por los gobiernos de turno, como aparece a todas luces en las fiestas del primer centenario en 1910. Las celebraciones mexicanas se apoyan en efecto en la definición de un escenario diplomático junto a la configuración de un selecto panteón nacional que sorprendentemente, incluye a “héroes” y hasta a caudillos ajenos a la Revolución conmemorada, tales como Benito Juárez o Porfirio Díaz, en prejuicio de personajes como Hidalgo, algo descartado en esaconfusión que se da entre la celebración de un pasado lejano y la forja conmemorativa de la nación (M. Bertrand). Otro tanto puede decirse de las conmemoraciones peruanas y de sus centenarios, celebraciones esta vez más guerreras y encaminadas a precisar y pensar verdaderamente fronteras locales más que relaciones diplomáticas de nuevo cuño, celebraciones marcadas sin embargo por la tradición barroca de la fiesta como “práctica de poder” en el contexto autoritario y hasta personalista de la “Patria nueva” de Leguía si consideramos el caso de la batalla de Ayacucho debidamente recordada en 1921, y luego, de la Independencia misma, en 1924 (J. L. Orrego Penagos).
 Frédérique Langue.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Dorrego: el fusilado incómodo.

Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! o cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008, 224 p. (Nudos de la historia argentina). ISBN 9789500729468 

Normalmente, los historiadores que nos ocupamos de los siglos XVIII y XIX de la América Septentrional solemos desconocer el complejo y particular proceso de la independencia rioplatense. Es, de entrada, extraña para nosotros (los mexicanos): no bien el reloj marcó el 25 de mayo de 1810 (meses antes de la insurrección de Hidalgo, el 16 septiembre del mismo año), los porteños bonairenses se fueron a una revolución tras un cabildo abierto y constituyeron una junta de gobierno, con lo que se inició un largo proceso independentista que tuvo su término aparente en el Congreso tucumano de 1816, cuando proclamarían su independencia. Sin embargo, las luchas internas por la definición del gobierno (al igual que en México) fue más allá de esos términos cronológicos.

El fusilamiento de Manuel Dorrego, viejo insurgente y gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1828, es el parteaguas de la historia de los enfrentamientos entre unitarios (centralistas) y federalistas en aquellas regiones del Río de la Plata. Tan importante para entender el devenir de esa historia que el propio Domingo F. Sarmiento escribiría en su Facundo (Civilización y barbarie) de 1845:
la muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo.
Sarmiento intentó en su Facundo explicar y ponderar las diferencias entre federales y unitarios tratando de dejar en claro, desde la perspectiva de la política rioplatense de su época, las intensas diferencias políticas a escasos diecisiete años de los acontecimientos. Y después de ello, la literatura política y la historiografía se han volcado sobre la figura de Dorrego, ahora denostándolo, ahora haciendo casi de su historia una hagiografía. Dorrego, sin duda (como Vicente Guerrero para los mexicanos) es un fusilado incómodo.

 Raúl Osvaldo Fradkin, investigador argentino y docente de la Universidad Nacional de Luján y de la Universidad de Buenos Aires, tomó el toro por los cuernos y se dedicó, en un breve pero sustancioso libro, a despejar varias incógnitas. Por un lado, dilucidar el porqué del fusilamiento de Dorrego en el contexto de un ambiente político de por sí enrarecido en el que los mismos compadres de Dorrego (Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas, políticos y militares) le dieron la espalda. Por otro lado, las consecuencias del fusilamiento. Pero lo que es aún más interesante, Fradkin nos lleva al análisis del contexto de una rebelión rural que acompañó a todos estos acontecimientos y que le dio, al victorioso Juan Lavalle, un revés militar. La lucha política "pura" [dura] (entre unitarios y federales) se ve redimensionada por la actuación del pueblo llano, no solamente el citadino (el que enfrentó las invasiones inglesas veintitantos años antes) sino aquel que componía las pedanías de la provincia bonaerense. Fradkin rompe entonces con la clásica visión de la historia política del enfrentamiento entre bandos para abismarnos en la reflexión de la importancia de las bases sociales y sus necesidades y demandas no tan bien cotejadas por la historiografía tradicional.

Es por ello que, sin lugar a dudas, Fradkin tiene razón al decir que el alzamiento rural asociado al fusilamiento del incómodo de Dorrego cambió la historia. Claro, una historia que hubiese tenido que ser muy otra, desde la perspectiva de los caudillos y los proyectos políticos. Una propuesta historiográfica que nos invita a repensar la historia política al calor de la historia social.

Raúl Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! o cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008, 224 p. (Nudos de la historia argentina). ISBN 9789500729468

jueves, 10 de febrero de 2011

Constituciones: historiografía, celebraciones, debates y anacronismos.


Retomando -nuevamente- el espíritu de las dos entradas anteriores, pero también, de los comentarios que leopoldolova hizo aquí, pero sobre todo aquí,quisiera precisar algunas cuestiones y, a la vez, lanzar la botella al mar con la esperanza de proseguir con algo que puede ser realmente un debate de este (y el otro) lado del Atlántico (cual mi estimadísimo Pipo ha sugerido que podría estar abierto en esta bitácora).

Vamos por partes. La primera es la que me parece más sugerente respecto a las demás, y que podría resumirse como "historiografía, debate y anacronismo" (por darle un título a bote pronto).  El segundo comentario de leo me parece totalmente adecuado y comprensible dado que él y yo hemos conversado de viva voz sobre este punto en varias ocasiones, y entiendo (porque yo machaco mucho al respecto) el problema del anacronismo. Es cierto: parece brutal decir que la Constitución de Cádiz es racista y sexista, y demás epítetos. Pero yo suscribo amplia, total y profundamente los términos de Clavero tomando en cuenta el contexto político del debate historiográfico (porque todo debate historiográfico es, a fin de cuentas, político). Y hay dos razones de peso para que yo tome esa postura, sin ánimos de invalidar (no quiero ni por asomo hacerlo) el comentario de leo.

La primera consiste en el ejercicio historiográfico crítico que nos obligamos a hacer cuando un discurso, o una serie de discursos, resultan de por sí anacrónicos. Y este es el caso de los discursos historiográficos tradicionalistas y liberales decimonónicos sobre la constitución de Cádiz así como de los discursos celebratorios de su bicentenario (y léase independencia o léase centenario de la revolución mexicana, si se quiere). Si nos proponemos desmontar (por así decirlo) la estructura del discurso de quienes han visto en la constitución gaditana el origen del Estado Moderno Español y el origen de los Estados Modernos de la antigua América Española, debemos entrar justamente a ese ejercicio hermenéutico que nos permita comprender (más que explicar) el contexto cultural de sentido que subyace a las palabras y actos de los diputados reunidos en Cádiz. Como bien dice leo, la tradición (constitucional, en este caso) sostenía justamente ideas patriarcales y otras muchas incompatibles con nuestra actual percepción de la igualdad social, política, económica y de género (ideas, solamente ideas) o de una idea de democracia de la cual, simple y sencillamente, los parlamentarios reunidos en Cádiz no tenían capacidad de comprensión. Y esto simple y sencillamente porque el "espacio de experiencia" y el "horizonte de expectativas" (para utilizar los términos de Koselleck) de los parlamentarios gaditanos era otro muy distinto al que se construyó entre finales del siglo XIX y nuestros tiempos. En ese sentido, es imprescindible el ejercicio de comprender la cultura subyacente a las palabras y los actos.

De la misma forma, por ende, debemos leer los discursos celebratorios que se empecinan en identificar dos realidades que no tienen nada que ver en común. El problema de la igualdad jurídica, política, social, económica y de género que discutimos el día de hoy en nuestros mundos occidentales y periféricos, con sus matices particulares en cada caso, nos hace dudar que la Constitución de Cádiz haya sido un único origen y herencia inmanente. Nada más falso. La esencia "innovadora" de La Pepa no se encuentra en la Constitución de Apatzingán (su idea de nación es completamente opuesta, así como la de soberanía), y si algunos rastros quedaron, no fueron escenciales ni en la de 1824, menos en la de 1857 o 1917 (para hablar de México), o la de 1978 de la España post-franquista.

Pero si nos quedamos solamente en estas indagaciones (hacer la hermenéutica de un texto en su contexto de sentido cultural), quedamos como predicando en el desierto y para unos cuantos "amigos" que toleran nuestras "pesquisas" y aneras raras de expresarnos como si estuviéramos en el pasado. Enfrente queda el debate. Y es ahí donde viene la segunda consideración.

Sí: resulta una barabaridad... pero para poder entrar al debate hay que utilizar las mismas estrategias discursivas de quienes pretendemos debatir. Así -y resulta una aseveración de Pero Grullo-, tenemos que enfatizar la crítica en los términos propios del mismo registro y entramado conceptual que utilizan aquellos con quienes estamos debatiendo. Resulta, pues, imposible no recurrir a los anacronismos. Pero en este punto ya se trata de un debate político frente a un supuesto discurso historiográfico legitimador del estatalismo. Sin embargo, nuestra postura en ese debate (aunque dada en términos "anacrónicos") está sustentada por ese ejercicio previo (y sí historiográfico) de reconstruir la contextura del discurso político, jurídico y cultural de realidades que son muy distintas a las que vivimos (o pretendemos vivir).

Otra parte interesante, pero en la que no voy a bordar mucho, es el punto de la idea de democracia, no se diga ya en 1808-1812 sino en principios del siglo XX, y que leo ejemplifica claramente con el caso de Emilio Rabasa y su idea de una democracia sin indios. Justamente, y desde los tiempos de la Nueva España, los pueblos de indios tenían por lo general una vida política muy intensa con experiencias electorales anuales (que no precisamente quiere decir "democráticas"). Ojalá se publique pronto un libro coordinado por Rafael Diego-Fernández y quien esto escribe sobre el gobierno provincial en la Nueva España, donde hay un textito mío sobre la política local de una comunidad tlaxcalteca en el cual se intenta dar cuenta de cómo se articulaba esta política local de las comunidades con el resto del entramado jurídico y político de las autoridades, ahora virreinales, ahora nacionales.

Pero la parte que me parece más interesante destacar, es volver a poner énfasis en lo escrito por Clavero en la reciente entrada de su bitácora: Bicentenarios: fracaso del constitucionalismo común a América y Europa, que es su conferencia de clausura en un reciente (y me imagino candente cierre de) congreso que se llevó a cabo hace unos días en la Universidad de Cádiz... claro, al respecto de la famosa Pepa.

viernes, 28 de enero de 2011

Cádiz, Bicentenarios, y la crítica de Pipo Clavero.

Siguiendo un poco el tono del breve comentario al libro de Carlos Garriga en la nota anterior, quisiera invitar a la lectura de una nota aparecida en la bitácora de Bartolomé Pipo Clavero. La herencia y los alcances de la Constitución de Cádiz (1812) en las experiencias hispano americanas es un punto de discusión en el que, todavía a veces, se traban ciertos conceptos y percepciones. ¿Fue modernizadora la Constitución de Cádiz; fueron modernizadoras las políticas decimonónicas latinoamericanas? ¿Nos sirve de algo el término modernización para discutir sobre todo ello?

Dejando por sentado que la breve nota de Clavero tiene de suyo propio pertinencia, me pareció más pertinente su lectura a la vista de varias obras que han llegado recientemente a mis manos y a las que quisiera ofrecer al menos breves notas en el futuro cercano. Por una parte, el libro de Sergio Aguayo (2010), La transición en México, publicado por el Fondo de Cultura Económica en coedición con El Colegio de México; por la otra parte, varios de los libros que componen la colección Historia Crítica de las Modernizaciones en México, editados también por el Fondo de Cultura Económica y otras instituciones. Particularmente de esta colección me referiré más adelante a los textos coordinados por Clara García Ayluardo, Las reformas borbónicas, 1750-1808; Antonio Annino, La revolución novohispana, 1808-1821; y Erika Pani, Nación, Constitución y Reforma, 1821-1908.

La breve nota de Clavero es una acerba crítica a los Bicentenarios de los países latinoamericanos en el sentido de que la conmemoriación ha servido (con la simpatía de España), a maquillar una Constitución racista, sexista, de ciudadanías excluyentes, como moderna y capaz de ser el origen de las Naciones Constitucionales y de los Estados Modernos Americanos y Español. Hay, entonces y en varios ámbitos, diálogo directo entre los libros de García Ayluardo, Annino y Pani, por no decir el de Aguayo, con las ideas de Clavero.

Pero no adelantemos vísperas. Aquí, la nota de Pipo sobre Cádiz.

domingo, 16 de enero de 2011

De historias constitucionales y nuevas perspectivas.

La verdad, el tiempo, la historia
Francisco de Goya y Lucientes
Museo Nacional de Estocolmo

En el libro que mencionaré más adelante en esta nota, Carlos Garriga (coordinador y presentador de la publicación) escribió una interesante reflexión en la que tomó como ejemplo de la misma el cuadro de Goya que vemos arriba. Garriga nos recuerda que el cuadro fue visto durante muchos años como la alegoría de España escribiendo su historia, hasta que una "audaz, erudita y muy literaria (o poco histórica)" interpretación de Eleanor Sayre de 1979 (al año siguiente de la promulgación de la Constitución española), convirtió este cuadro en una alegoría de la Constitución de 1812. Los argumentos de la interpretación de Sayre y quienes la siguieron son muy interesantes. Sin embargo, Garriga recuerda que los trabajos de Isadora Rose-de Viejo sobre este cuadro han echado por tierra cualquier posibilidad de vinculación entre esta alegoría (pedida a Goya por Manuel Godoy antes de 1812) y la Constitución de Cádiz promulgada en 1812. Y es de esto que vamos a tratar aquí: de Constituciones.

En términos del discurso jurídico vigente en la actualidad, una Constitución es la "Ley fundamental de un Estado que define el régimen básico de los derechos y libertades de los ciudadanos y los poderes e instituciones de la organización política." (RAE, vid.) Las constituciones en este sentido comenzaron a fijarse en la transición del denominado Antiguo Régimen al Estado Liberal en el mundo europeo occidental y en las regiones occidentalizadas relacionadas con ese mundo, allá por los finales del siglo XVIII cuando, como un producto de la revolución francesa, se creó una comisión para redactar el que conocemos como Código Napoleónico (code civil des Français, 1804), que si bien estaba pensado para hacer un compendio o recopilación de las amplísimas leyes francesas creadas por la jurisprudencia producida por el rey y las corporaciones a lo largo muchos siglos, tenía el encargo de borrar las diferencias jurídicas entre las personas en función de su calidad, para hacer del individuo sujeto único de un derecho universal; concepto que es fundamental y clave de la doctrina liberal.

En una muy amplia tradición historiográfica político-jurídica originada en el siglo XIX se consideró que todas las Constituciones posteriores al Código de 1804 eran enunciados fundacionales de los "Estados Nación" modernos. Particularmente, la historiografía del constitucionalismo se construyó a lo largo de los años como un discurso apologético estatalista a partir de una mirada teleológica que ponía a las constituciones en el origen de los estados nacionales que trataba de legitimar.

Desde la década de 1970, Francisco Tomás y Valiente (jurista e historiador español asesinado por ETA el 14 de febrero de 1996) comenzó a animar los estudios de historia constitucional española en una perspectiva crítica desde sus libros, artículos y cátedras. Varios de sus discípulos se hicieron muy buenos historiadores del derecho (y constitucionalistas), pero sobre todo el prolífico Bartolomé Pipo Clavero se convirtió en el más importante exponente de la historiografía crítica jurídica española (y sus intereses constitucionalistas lo han llevado a estudiar no solamente las constituciones españolas, sino las de todo el mundo hispano-americano, sin mencionar el problema de la constitución europea). Como respuesta al asesinato de Tomás y Valiente, en el mismo año de 1996 Pipo se dio a la tarea de trabajar incansablemente por sus propuestas académicas en conjunto con varios profesores e investigadores españoles consolidados así como otros jóvenes que terminaron de formarse en el grupo de trabajo que se creó entonces: Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España (HICOES), que con el correr del tiempo vendría a incluir a América y sus constitucionalismos, también, como parte del proyecto.

Entre las muchas actividades que realiza el grupo se encuentra la de organizar seminarios y cursos en España y el resto del mundo. Tocó el turno a México, en septiembre del año 2007. Animados por los colegas y amigos del Instituto Mora, la Escuela Libre de Derecho, El Colegio de México, el Centro de Investigación y Docencia Económicas y El Colegio de Michoacán (instituciones co-organizadoras), entre el 17 y el 22 de aquel mes se llevó a cabo en el Instituto Mora un exitoso curso monográfico para posgrado, Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, al que asistimos tanto profesores, investigadores, doctorandos y alumnos de nuestras instituciones como de otras. Fue una semana de intensa comunicación e intercambio académico, tanto por las sesiones matutinas del curso como por las sesiones "extra curriculares", donde hubo mucho aprendizaje, discusiones amables y en ocasiones acaloradas. Pero no es mi intención reseñar aquel curso tantos años después, sino mencionar uno de sus productos, que empezó a circular en septiembre del año pasado.

Se trata del libro coordinado por Carlos Garriga (a quien debo mucho de lo poco que sé de historia crítica del derecho) y que reúne los textos de los académicos miembros de HICOES que participaron en aquel curso.



Carlos Garriga (coord.) Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, coordinadora editorial Beatriz Rojas, México, CIDE, Instituto Mora, El Colegio de Michoacán, ELD, HICOES, El Colegio de México, 2010, 415 p., ils. [ISBN 978-607-7613-38-1]

El libro está dividido en tres partes. La primera, Tránsitos, agrupa tres trabajos que tratan precisamente de los procesos de transición jurídica entre el Antiguo Régimen y el Estado Liberal: José M. Txema Portillo Valdés, "Entre la historia y la economía política: orígenes de la cultura del constitucionalismo"; Carlos Garriga, "Continuidad y cambio del orden jurídico"; y Paz Alonso Romero, "La formación de los juristas".

La segunda parte, Sujetos y Territorios, trata justamente de la diáda más compleja y problemática del proceso constitucionalista en sus inicios; cómo definir a los sujetos y cómo determinar los marcos territoriales administrativos y políticos: Bartolomé Pipo Clavero, "Constitución de Cádiz y ciudadanía de México"; Jesús Vallejo, "Paradojas del sujeto"; y Carmen Muñoz de Bustillo, "Constitución y territorio en los primeros procesos constituyentes españoles".

La tercera parte aborda el nudo del problema en la transición jurídica de aquellos años: cómo organizar los poderes. Potestades y poderes. Administración y justicia incluye los textos: Fernando Martínez Pérez, "De la potestad jurisdiccional a la administración de justicia"; Alejandro Agüero, "La justicia penal en tiempos de transición. La República de Córdoba, 1785-1850"; Marta Lorente, "División de poderes y contenciosos de la administración: una -breve- historia comparada"; y Margarita Gómez Gómez, "Del 'ministerio de papeles' al 'procedimiento".

La extensión de una breve nota no permite entrar a una exhaustiva reseña de cada uno de los capítulos de este libro. Cabe, sin más, invitar a su lectura considerando que es una historiografía jurídica crítica, es decir, que trata de colocar su punto de vista no en el presente "que acabó por suceder" sino en el pasado mismo, para así desmontar el peso apologético del Estado Liberal que ha tenido la historiografía tradicional jurídica, característica que nos hacía huir a los historiadores sin adjetivos de los engorrosos textos de historia del derecho tradicional. Sin embargo, en otros campos historiográficos (Garriga cita atinadamente a François-Xavier Guerra y a Antonio Annino), se ha caído en cuenta que el conocimiento de lo jurídico es imprescindible para entender lo social y la problemática política que conlleva. De ahí que se agradezca que los historiadores de lo jurídico (no todos, ciertamente) se hayan dado a la tarea de hacernos más legible y aprovechable el intrincado mundo del derecho, las instituciones y las constituciones.